Acerca de la vida en Venus (y en otras partes del universo)

Columna
Publicado el 21/09/2020

Por lo menos trae consigo un aire erótico. Ya acostumbrados a escuchar cada cierto tiempo la noticia de que hay probabilidades de que “exista vida” en Marte, la posibilidad de que exista en Venus aparece como algo más poético e, incluso, más lógico. Venus es la diosa de la belleza y donde hay belleza, hay vida. En cambio Marte es el Dios de la guerra y donde hay guerra, hay muerte.

También suena algo más científico. Marte parece ser un planeta más seco que un río africano. Mucha piedra, varios agujeros, nada parecido a un arbusto. En cambio en Venus, dicen los astrónomos –pues quien aquí escribe no tiene la más pura idea– parece reunir las condiciones mínimas para dar nacimiento a algo parecido a la vida.

Por cierto, una cosa es que existan condiciones y otra es que de ellas surja la vida. Eso lo sabe cualquiera que de vez en cuando acomete un trabajo en un jardín. A veces, por ejemplo, buscamos las condiciones más ideales para que crezca una planta y allí echamos la semilla. Pero no sale nada. Y de pronto, en el lugar menos esperado, a veces en el más inhóspito, irrumpe la planta. Las plantas suelen ser caprichosas y les gusta escoger su propio lugar. Un poeta cursi diría, las plantas son como el amor. Nacen y aparecen cuando y donde menos se piensa.

Menos cursi, un científico español, investigador del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA), Alberto González Fairén, publicó en El País un irónico artículo en contra de quienes aplican analogías para determinar conclusiones no comprobadas. Comentando el libro Cielo e Infierno de Carl Sagan, González Fairén ridiculiza a los científicos deductivistas cuando, más o menos, argumentan así: “Venus está rodeado por nubes, luego hay mucha agua, por lo mismo el terreno debe estar empapado, y de ahí nacen ciénagas, y en las ciénagas, helechos, y si hay helechos, quizás hay dinosaurios”.

La verdad, nadie lo sabe. Puede que en lugar de dinosaurios haya ratas acuáticas, peces voladores, pulpos sin tentáculos, ojos sin cabeza, sabe dios qué más. O puede que no haya nada. Sin embargo, en Venus hay ciertas probabilidades de vida. Es innegable. En las capas más altas de la atmósfera venusiana (linda frase para un poema nerudiano) ha sido detectada la fosfina (PH3), compuesto producido por microrganismos que para su reproducción no necesitan de oxígeno (todo lo contrario del maldito bicho portador de la Covid-19, pienso yo) Eso por cierto no significa que existan dinosaurios. Solo significa que hay condiciones para la vida. Pero la vida no son sus condiciones.

Lo que es inevitable, absolutamente inevitable, es que con el descubrimiento de la mentada fosfina, la imaginación comience a desbocarse. Los más ligados al mundo de la economía pueden pensar que Venus será nuestro planeta de repuesto y que después de haber secado la tierra y el mar a punta de emisiones tóxicas, continuaremos allí nuestro human way of life. Tampoco faltarán cristóbal-colones que planearán viajes para someter indios extra-terrenales a quienes en vez de espejitos regalarán celulares. Los apocalípticos creerán que ha llegado la hora de redimir a la humanidad para dar origen a un nuevo comienzo de la historia. Y, por cierto, los filósofos proclamarán a los cuatro vientos que después de haber puesto punto final al geocentrismo, al antropocentrismo, al etnocentrismo, ha llegado la hora de saldar cuentas con el bíocentrismo. Les seguirán infaltables teólogos afirmando que la vida después de la muerte es precedida por la vida después de la Tierra.

De cualquier modo, no sería mala noticia que existiera vida en Venus, aunque solo fuera para que los nacionalismos –esa plaga en cuyo nombre han sido cometidos los peores crímenes que el diablo pudo imaginar– terminen de una vez. Pues si hay vida en Venus nos entenderemos al fin como miembros de un solo pueblo terrestre, un pueblo más entre diversos pueblos planetarios, habitantes todos del espacio infinito.

Sería bueno, además que, si no en Venus, hubiera vida humana en otros planetas del universo. Y ojalá, esa vida fuera superior a la nuestra. Entendiendo por superior una cualificación no física sino más bien espiritual. Quiero decir, seres que estén ubicados más cerca de Dios que nosotros, aunque anden en cuatro patas, aunque vuelen sin alas, aunque tengan cinco ojos, aunque tengan sexos radioactivos. Al fin, todas, circunstancias determinadas por la humedad, la temperatura, la altura o qué se yo. Más cerca de Dios quiere decir, entiéndase bien, más cerca de la palabra de Dios. Así lo dijo por lo menos Juan, el Evangelista: “Al comienzo fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”

Debo aclarar: No sé si Dios existe. Pero sí sé que Dios no existiría entre nosotros si alguien alguna vez no se lo hubiera nombrado. En cierto sentido somos los constructores semánticos de Dios. Todas las demás especies animadas, al carecer de palabra, son radicalmente ateas.

Que hayamos designado a Dios no significa, claro está, que lo hayamos creado. Puede ser que con las palabras lo hubiéramos solo descubierto. Puede ser también que Dios comienza a existir desde el momento en que lo nombramos y desaparece cuando lo olvidamos. El problema es que, gracias al uso de las palabras, nos declaramos no solo hijos de Dios sino, eso es lo más grave, el punto más alto de la creación.

Ser el punto más alto de la creación no es broma. Si bien lo consideramos, es un castigo. Algo así como ser el primer alumno de la clase. Tener que matarse estudiando para conservar ese lugar mientras los otros chicos juegan, divirtiéndose, debe ser atroz. Ser el primero puede ser peor que ser el último. Sería excelente entonces que alguien nos quitara ese lugar que nosotros mismos nos atribuimos sin que nadie lo pidiera. Tal vez, desde ese momento, menos sobre-exigidos, comenzaríamos a ser más buenos con nosotros mismos.

Tiene que haber vida en otra parte, aunque no sea en Venus, pienso yo, cuando en esas noches sin nubes y con insomnios, me da por contar las estrellas una por una. Pienso también en que la probabilidad de que haya seres más cercanos a la divinidad que nosotros, no deja de ser seductora. Esos seres extraterrestres, al ser el punto más alto de la creación, podrían actuar incluso como intermediarios entre Dios y el universo, tarea que evidentemente los humanos no somos capaces de cumplir sin enloquecer. No es necesario que sean semidioses, basta que estén un poco más cerca de Dios, que nosotros de las culebras.

Por el momento, la esperanza tiene nombre de mujer: se llama fosfina y habita en Venus, la diosa de la belleza.

 

El autor es filósofo, profesor emérito de la Universidad de Oldenburg, Alemania, Mires.fernando5@googlemail.com, polisfmires.blogspot.com

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