El camino del cuidado como una opción contracorriente
¿Será que se confundió el Creador al momento de “hacer al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, bendiciéndoles y exhortándoles a ser fecundos, multiplicarse, llenar la tierra y someterla (sojuzgarla, según algunas traducciones), mandando sobre peces, aves y cuanto animal encontraran” o –añadiríamos en este momento de la historia de la Tierra– devorando todo fruto, árbol y semilla con los que se toparan en el camino de su existencia?
Al parecer, con cierta dosis de innegable comprensión retrospectiva, el Creador se equivocó a dos niveles: primero, por confiar en un exceso de madurez del ser humano –su creación desatinadamente predilecta, que, en nombre de la libertad que se le concedió– abusó de la confianza de Él y asumió, quizás por simple reflejo de imagen, que era el “dios en la tierra” y que su Hacedor, mejor, se quedara en el cielo. Segundo, porque el concepto de responsabilidad comprendido en la voluntad del Creador al delegar al hombre y a la mujer la autoridad de “mandar” fue seguramente desvirtuado (pues lo que vemos hoy, no es precisamente lo que el Dios creador esperaba de nosotros).
Sin duda, el ser humano no supo cumplir con el mandato divino de ser maduro y responsable con todo lo que se le encomendó. Pero, la humanidad fue más allá: no contenta de auto proclamarse “señora de la vida” (decidiendo e imponiéndose sobre todas sus manifestaciones), ya se ha apoderado del derecho de sembrar la muerte con actos y conductas, decididamente, muy poco hechos a imagen y semejanza de un Dios, por esencia, “biocreador y biodistribuidor”.
Allí están la sistemática agresión extractivista a la madre naturaleza y la conciencia autodestructiva que pone en riesgo el futuro de la vida y la supervivencia de la civilización humana (como advirtió Lovelock en su publicación ====La venganza de la Tierra====) por medio de incontables holocaustos e innumerables conflictos bélicos con armas cada vez más letales que ya superaron con creces la capacidad destructora de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Allí van (¿en pequeño?) los incendios provocados y dolosos de inmensas extensiones del bosque seco tropical de la Chiquitanía, hasta hace poco el más grande y mejor conservado de Sudamérica. Allí está la insensata invasión de áreas protegidas y de parques naturales en nombre del capital que expande innecesariamente una frontera agrícola y no fructifica alimento sino fortuna y utilidades para pocos.
“Subirse al carro ganador” para hacerse fácilmente ricos y acumular en un corto plazo ingentes sumas de dinero es la consigna (para muchos, casi un ideal existencial), motivada por el sistema imperante de una cultura (cómoda e irresponsablemente abrazada) del consumo y del descarte. Del deseo generado e inducido por un mercado de objetos y cosas que la tecnología inventa y vomita, indigesta por producir en demasía y meter en su fabricación elementos tóxicos que atentan contra la propia salud humana. Y no importa si el fin es “tener y tener y así no ser” (ya nos lo dijo Erich Fromm).
Bajo esta lógica, la humanidad ha generado dos injusticias profundas: la social (derivada del modelo económico que, hasta prueba contraria, amplía la brecha de las desigualdades) y la ecológica (que devasta la madre naturaleza, calienta la Tierra, grado tras grado, y cambia el clima). Y es tiempo de que ambas injusticias deban ser encaradas y resueltas de forma conjunta, si se desea salvaguardar los destinos de la humanidad y del planeta, es decir, a los habitantes y a su casa común. No funciona atacarlas de forma separada ya que entrambas están ligadas por una manera peculiar de “estar en el mundo” que, finalmente, mata por biocida y ecocida.
Al momento de buscar y encontrar caminos de superación de estas injusticias, queda como alternativa abrazar un enfoque integral para enfrentar las pobrezas que generan (y que ya aparentan ser miserias humanas), para incluir dignamente a los excluidos en un ciclo de responsabilidades y, al mismo tiempo, para preservar la naturaleza. Quizás, cumpliendo de esta manera con la expectativa puesta en nosotros de parte del Hacedor que, más que “dominar” sobre la Creación, seamos atentos guardianes de la misma para bien nuestro y de las futuras generaciones.
Entonces, ha llegado la hora de trabajar en función de un criterio y sentido de cuidado colectivo (esencial y necesario, diría Boff) que, desde luego, no puede ser encargado sólo a las mujeres. Esta imperiosa necesidad de cuidado ya fue anunciada en la Carta de la Tierra (asumida por la Unesco el año 2003) que, en su preámbulo, señalaba la urgencia de hacer una alianza global para cuidar unos de otros y de la Tierra.
El cuidado hará del desarrollo algo sostenible bajo principios mínimos de indispensable precaución y prevención que, frente a una amenaza para la naturaleza y la salud humana, escogen la prudencia de medidas concienzudas y no el negocio acumulativo de capitales que, al ser deliberadamente mal habidos por destructivos y lesivos, terminan siendo “estiércol del diablo”.
El autor es investigador del CESU-UMSS
Columnas de SILVANO P. BIONDI FRANGI