Intelectuales y fanáticos
Hace casi 20 años, en mi adolescencia, el entrenador de mi equipo de fútbol –un cochalo de abdomen prominente y maneras despóticas– sonrió al verme agitado tras una exigente prueba física y, con un timbre de voz grave y un forzado acento argentino, me dijo, aludiendo a mi papá-escritor: “Che, Lema, es más fácil escribir un libro, ¿no?”.
Es sorprendente el desprecio hacia los intelectuales que algunos grupos manifiestan sin disimulo. Los miran con distancia, desconfianza, e incluso temor, y en sus cabecitas medievales ronda el deseo de lanzarlos a una hoguera, como a las brujas en el siglo XVI.
Ante su indignación, pareciera que hay que pedirles disculpas por hablar con dicción clara, redactar un texto correctamente, o exponer un tema complejo de manera sencilla y ordenada. Por pensar antes de hablar. Por no seguir a la manada.
En la coyuntura actual, cuando candidatos, ciudadanos, e incluso el confundido Ministro de Educación, lanzan barro en todas las direcciones y emiten insultos propios de barra-brava, llama especialmente la atención que muchos tristes individuos, que utilizan los tres libros que tienen en casa para avivar el fuego de su chimenea, busquen herir a Carlos Mesa y a sus simpatizantes, llamándolo, con sorna, “escritor”, “ilustrado”, “historiador”, o “periodista”. Él, como todos, es un individuo con luces y sombras, pero su defecto principal no radica en haber invertido gran parte de su vida en leer, escribir, realizar documentales y ejercer un periodismo crítico.
En estas elecciones, ¿qué alternativas se presentan frente al candidato “intelectual”? Por un lado, los fanáticos de izquierda, que aún ponen en duda los resultados desastrosos del régimen aplastante de la extinta Unión Soviética y de la dictadura de Cuba, están encaprichados, sin autocrítica, en un bloque detrás del MAS, un partido abrumado por acusaciones de corrupción, narcotráfico, fraude electoral, y también por los sucios hobbies de su depravado líder. Una masa adormecida, que prefiere la consigna antes que el ejercicio del criterio, y le resulta más cómodo que alguien le indique por quién votar, cuándo bloquear, cuándo callar, cómo vivir.
Por otro lado, los fanáticos religiosos, que a menudo confunden la campaña electoral con una cruzada para rescatar Jerusalén del dominio moro. Los representa un hombre incoherente, que promueve la renovación, la patada al tablero, pero tiene un pensamiento anclado en el dogma, y una estrategia de marketing basada en nada menos que la figura de Dios. Un bravucón que confunde valentía con violencia, que nos ofrece ser Presidente y Fiscal al mismo tiempo –vaya demócrata–, y nos grita en la oreja un discurso radical, tan polarizador como el del tirano depuesto. Un individuo de manifiesta improvisación, que se esconde detrás de una biblia cada vez que le preguntan sobre economía, salud, educación o desempleo.
Es cierto que nada garantiza que un intelectual sea un buen político. Sin embargo, es mucho más probable que pueda hacer un mejor trabajo que cualquier hombre surgido de una turba, dominado por el fanatismo.
Los ciudadanos tenemos derecho de votar por quien veamos conveniente, pero haríamos bien en alejarnos de las hordas –desinformadas, irracionales, linchadoras, acercarnos a los libros, construir una opinión personal, debatir con argumentos, mirar a los ojos al oponente, escucharlo con respeto, intentar comprenderlo, encontrar alguna coincidencia, llegar a algún acuerdo. ¿Acaso no es esa la democracia que anhelamos?
El autor es arquitecto, Twitter: @lema_andrade
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