Todos Santos en tiempos extraordinarios
En Bolivia, como en otros países de fuerte raigambre católica, la doble identidad que con los años ha ido adquiriendo la fiesta de Todos los Santos o Halloween, según la versión con la que uno se sienta más identificado o menos indiferente, llega acompañada de una polémica sobre la que vale la pena ensayar algunas reflexiones.
La principal razón por la que vale la pena hacerlo, es porque se presenta como una buena oportunidad para poner a prueba y ejercitar nuestra tolerancia. Es probablemente, más que ninguna otra, la festividad que mejor se presta para sacar a luz nuestros conflictos de identidad, mirarnos colectivamente frente a un espejo, reconocer la complejísima diversidad de los rasgos principales de nuestra sociedad y de nuestra cultura, y hacer todo ello de modo que contribuya a reconciliarnos con nosotros mismos y no a acrecentar nuestras diferencias.
El primer paso es rechazar los términos bélicos –como “batalla cultural”– que suelen emplearse para describir las polémicas entre quienes se resisten a que Halloween se incorpore a nuestras costumbres –por considerar que es un indeseable símbolo de la “colonización cultural”–, por una parte, y quienes se adscriben con entusiasmo a ese y a otros símbolos de la globalización cultural, por otra parte.
La polémica es relativamente reciente, pero no así su causa. Al respecto, no es casual que ambas formas de relacionarse con la muerte coincidan en el calendario. En realidad, fue la versión católica de la conmemoración la que se sobrepuso a la original celebración celta.
Tanto por sus orígenes históricos –que se remontan a tiempos precristianos– como por sus manifestaciones más contemporáneas, esta fiesta se destaca, entre otras, por ser uno de los más nítidos ejemplos de lo que es un proceso de aculturación que se va imponiendo a través de los siglos y los milenios.
En este caso, tal como viene ocurriendo desde el origen de la humanidad, las corrientes culturales avanzan o retroceden sin tomar en cuenta las sutilezas propias del mundo académico. Es decir, la gente de hoy actúa exactamente igual como lo hicieron nuestros antepasados desde tiempos inmemoriales, emulando, adoptando o adaptando prácticas ajenas.
Y como ese proceso no sólo no ha concluido, sino que se intensifica, no podía esperarse algo diferente de lo que vemos hoy: una abigarrada mezcla que poco a poco va adquiriendo su propia forma.
Una forma que este año, como el anterior, supo adaptarse a las circunstancias: ahora con la necesaria distancia social por el riesgo de contagio de Covid-19 y en 2019, en medio de la convulsión poselectoral. Y en esa adaptación, lo que pervive con más intensidad es la tradición andino-católica de recordar a nuestros muertos.