Crisis de maestros, un problema despreciado
En 1928, José Carlos Mariátegui posaba su mirada sobre un gran problema: la crisis de maestros. Desde su perspectiva, la regla era toparse con profesores que contagiaran mediocridad, en términos intelectuales, al estudiantado.
No pasaba únicamente por un cuestionamiento a su falta de preparación, al archiconocido caso del docente sin dominio ni aprecio por la materia. Esto era un mal que le molestaba; sin embargo, no era lo único relevante. Había también la necesidad de censurar su nulo aporte al espíritu crítico del alumno, condenándolo a ser un sujeto sin madurez ni razón independiente. Como si esto fuera poco, esos educadores no estaban en condiciones de ser considerados ejemplares desde un punto de vista moral. Así, a sus escasos conocimientos e inexistente invitación al pensamiento, se sumaba la indecencia.
No es lo mismo ser maestro que guía, facilitador o auxiliar de conocimientos. Yo aludo a una relación de carácter vertical, basada en el respeto intelectual y que cuenta con la vida como asociación ineludible. Porque, en estas circunstancias, no tengo interés de razonar sobre aquellos mortales que nos enseñan tan bien a sumar o, por ejemplo, recitar, si alguien hace todavía esto, sin ninguna conexión con la existencia.
Un educador como el que procuro describir no se queda en ese plano. La huella que nos deja rebasa lo académico superando los dominios en donde, inicialmente, no se hallaba él sino llamado a ceñirse. Por consiguiente, tomo la palabra para referirme a los docentes que, con sus clases, retos, actitudes e intervenciones públicas, nos incitan al perfeccionamiento.
Infortunadamente, hay poca gente que mueve a esa clase de progreso personal. Tenemos docentes que despiertan enorme interés por una profesión, confirmando la vocación de varios sujetos, lo cual no es algo menor. El punto es que nuestra vida no se reduce a esa dimensión. Sentir apego a una carrera, sin duda, sirve de mucho; no obstante, cabe asimismo mirar para otro lado. Pues bien, al hacerlo, cuando la realidad nos interpela con preguntas que no pueden ser contestadas según el programa o plan de estudios, podríamos precisar entonces del maestro. Es posible que nunca se hubiese pronunciado sobre nada similar. Pese a ello, su recuerdo viene acompañado de principios, reflexiones amplias e ideas generales, que pueden orientarnos para tomar una decisión. Le deberemos esa deliberación previa, ese mandato que nos imponemos a nosotros mismos para pensar antes de hablar, elegir, obedecer o desacatar. Una influencia de tal naturaleza merece el mayor agradecimiento.
En una bella reflexión que se publicó el año 2000, Hans-Georg Gadamer escribió sobre un magnífico par de palabras: agradecer y pensar. Ambos verbos tenían que ver con un fenómeno excedente. Había otra persona que recibía nuestra gratitud o pensamiento; no se trata de ejercicios encadenados a la soledad. Su razón de ser estriba en la comunicación, pero no para recibir alguna gentileza de vuelta.
Dar las gracias, tal como decir lo que pensamos, jamás debería provocar ningún tipo de forzosa reciprocidad. En épocas adversas para proceder de este modo, hacerlo se puede presentar como una insuperable evidencia del buen trabajo que hizo un profesor. Eso es lo que conseguiría un maestro y, además, deberíamos agradecer: enseñarnos a pensar de tal modo que nos ayude a tener una vida agradable, enriquecida por el conocimiento e iluminada por la ética. Lo requiere todo alumno; debería ser anhelado por cualquier sociedad.
Escritor, filósofo y abogado, caidodeltiempo@hotmail.com
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