Un cuento pandémico de Navidad
Tenía 13 años e ínfulas de jinete cazador cuando perseguí a un inofensivo tatú, que es como llaman allí a los armadillos, cabalgando en pampas de Santa Ana del Yacuma. El animalillo se refugió en un hoyo, y cavaba, frenético, queriendo escapar el acoso del centauro. Halado de su cola fue llevado a la cocina de la estancia y horneado. Su carne blanca sabía a pechuga de pavo, un poco más seca. No conozco al pangolín, pero se asemeja un tatú sin las escamas duras. Desde entonces me preguntan si he comido carne de víbora, alardeando ellos de la cola de lagarto con sabor a pollo. ¿Qué nomas tendrá la basura altiplánica que extingue a las ranas gigantes del lago Titicaca investigadas por Jacques Cousteau? Si a golpes de remo interrumpí a una enroscada sicurí que se engullía a un pato, ¿quedarían en la pampa constrictoras que se tragaban un becerro recién asfixiado?
Tal vez fue un joven de ojos rasgados queriendo ganarse unos pesos, que vendió un pangolín a la “caserita” ventera del mercado que los ofrece con otras delicias cautivas e infelices –entre ellas gatos, perros, murciélagos, culebras–, de la cuisine asiática en Wuhan, China. El pangolín que alguna doña compró, trozó y salteó en un wok con soya, hortalizas y especies raras para coronar una vasijita llena de arroz insípido que su prole degustaría con palitos, albergaba un polizonte minúsculo que es el origen de la pandemia viral que pronto tendría millones de muertes en su haber planetario: el nuevo coronavirus.
Herederos de una civilización autoritaria de miles de años, apelaron al tradicional mutismo chino cuando, allá a fines de 2019, surgieron los primeros casos de lo que se llamaría Covid-19. Cuando fue obvio que el virus se contagiaba de animal a humano y de persona a persona; viajaba por vía aérea, mejor si escondido en seres poco pulcros y amontonados. Los países vecinos bloquearon el ingreso de ciudadanos chinos. Los europeos, ignorantes que eran de dialectos chinos, se interesaban en artilugios copiados de tecnología occidental hechos con mano de obra barata.
No era cosa nueva. La gran pandemia de influenza de 1918, es tal vez llamada “gripe española” por los herederos de ingleses prejuiciosos de hispanos, con la misma antipatía con que Donald Trump cuelga el despectivo epíteto de peste china a la pandemia actual. Quizá se parecen la influenza de Woodrow Wilson en 1918, que le hizo aceptar la saña revanchista de franceses e ingleses en Versalles, y la Covid-19 de Donald Trump que le volvió más ególatra e indiferente a la muerte de sus conciudadanos 100 años después. De cualquier manera, el narcisista mandamás de la economía más poderosa del mundo estaba más preocupado de una impugnación congresal sobre sus vínculos rusos, y con su reelección en 2020. Total, los infectados en su país entonces apenas llegaban a docenas.
En Italia, país de primer mundo, se apilaban muertos afuera de abarrotados hospitales y su avanzada infraestructura sanitaria no daba abasto. Pronto casi toda Europa estaría infectada de una nueva cepa del virus. Trump supo de la amenaza china desde el 1° de enero de 2020. Como está documentado, tenía otras prioridades en mente. Esa negligencia de su deber (dereliction of duty), infectó a miles de seres, hizo necesaria la hospitalización de centenas y mató a miles de estadounidenses en un año. A pesar del inicio de la vacunación en diciembre, se estima que para el 20 de enero de 2021, fecha de la asunción al poder del vencedor de las elecciones, Joseph Biden, serán centenares de miles. Mientras tanto, las ratas encerradas en la Casa Blanca seguirán correteando en sus pasillos, empeñadas todavía en insistir en haber perdido el voto por un fraude masivo que no pudieron comprobar.
No sé por qué, pero sospecho que la pandemia originada en Wuhan es un preaviso relacionado con los desmanes con el planeta Tierra. Indicios por aquí y por allá: armas químicas del arsenal de guerreros en EEUU o de fanáticos en Afganistán o el veneno que casi mata a un disidente en Rusia. Son tan proclives al accidente como el descuido en Chernóbil, o inciertas como el movimiento de placas tectónicas en Fukushima, el dedito de Trump o de Putin apretando el botoncito rojo, o lo que fuere. ¿No estarán relacionados el calentamiento global, el derretimiento de los polos, la desaparición de glaciares, los incendios forestales, las lluvias e inundaciones, la contaminación ambiental y el aire pútrido que respiramos?
Por eso me conduelo de los quijotes que lamentan los animalitos presos en las ferias. Sufro como padre de una hijita (siempre serán mis niñas) combatiendo los molinos de viento de la tala de árboles en esta ciudad en camino a ser una selva de cemento. Para entonces estaré tocando un laúd en el cielo, o ardiendo en las llamas del infierno e igual me causará tristeza. ¡Feliz Navidad!
El autor es antropólogo, win1943@gmail.com
Columnas de WINSTON ESTREMADOIRO