Los condenados de la Tierra
Se llamaba Alan y tenía tres años. En 2015 se transformó en un icono del conflicto sirio cuando fue encontrado muerto, en una playa turca, junto a su hermano y su madre, con quienes escapaba. Alan era parte de un grupo de casi 30 sirios que intentaba llegar a Grecia. Solo en 2015 la Guardia costera de Turquía rescató a más de 42 mil migrantes en el mar Egeo. Ese mismo año se ahogaron otros 2.600 que intentaban cruzar el Mediterráneo, que se ha convertido en cementerio.
En pleno siglo XXI, iniciamos la tercera década y el contexto inhumano, agudo y triste de millones de personas –entre náufragos, migrantes ilegales y refugiados–, que son arrojadas al mar, a las fronteras, a las vallas, a las murallas por un sistema que los margina, al parecer estará a la orden del día por mucho tiempo más.
Hace apenas un mes, Bangladesh reubicó a miles de refugiados rohingyas en una isla del golfo de Bengala. Los rohingyas, son una minoría musulmana que escapó, ya en 2017, de la persecución oficial en Myanmar (Birmania). Las Naciones Unidas, afirma que los rohingyas son uno de los grupos más perseguidos del mundo. De acuerdo a las cifras que maneja la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) las personas desplazadas casi llegan al millón y sufrieron etnocidio y genocidio. No pueden vivir en su territorio, han sufrido vejámenes por parte del ejército birmano y constantemente las amedrentan, queman sus mezquitas y violan sus derechos humanos.
Migrantes de países como Siria, Afganistán, Irak, Pakistán, Irán o Marruecos vieron a Bosnia como la mejor alternativa para llegar a Europa Occidental y poder pedir asilo. El 23 de diciembre pasado, el campo de refugiados de Lipa, en Bosnia, se quemó, y miles de personas quedaron a la intemperie en el contexto de un invierno crudo. Este campo de refugiados alberga a una parte de los 10.000 migrantes que están atrapados en Bosnia y Herzegovina. Todos esperan la oportunidad de entrar a la Unión Europea, atravesando Croacia. Debido a la pandemia de Covid, las autoridades bosnias han impedido a los migrantes utilizar medios de transporte, las reuniones en lugares públicos y los habitantes locales están prohibidos de darles cobijo.
Open Arms, el barco e una ONG que se encarga de rescatar migrantes en el mar, en septiembre de 2020, en plena pandemia, buscó puerto con 277 personas a bordo. Se sabe que no todos quienes se animan a embarcarse, corren con la misma suerte de arribar a buen puerto con vida.
Más de un año antes, el 29 de junio de 2019, la capitana del buque, Carola Rackete, acercó su barco al puerto italiano de Lampedusa, pese a que el acceso le había sido denegado. Llevaba 40 náufragos que había rescatado en el mar, cerca de las costas de Libia. Tomó la determinación por la gravedad de la situación en la que estaban los rescatados y el posible intento de suicidio de los mismos.
Entre 2018 y 2019, Donald Trump ha separado a 900 niños de sus padres indocumentados en la frontera de Estados Unidos con México. En 2018, un contingente de migrantes centroamericanos compuesta por hombres, mujeres, jóvenes y niños emprendió el recorrido a pie para cruzar las fronteras de El Salvador, Guatemala y México con el objetivo de llegar hasta Estados Unidos. Particularmente los hondureños huían de la violencia y la situación de pobreza de su país. A pesar de que la emigración tras el sueño americano no es reciente, una caravana como esa no tiene precedente.
La migración forzada, el movimiento de personas de un continente a otro, de un país a otro ha sido una constante en la historia de la humanidad. Las razones, han sido guerras, pobreza, esclavitud, es decir, condiciones no elegidas, que obligan a las personas a dejar el terruño donde nacieron y buscar mejores días en otro lugar.
Un mundo globalizado, atractivo, permite desplazarse solo a algunos en calidad de turistas, los otros, a los que Zygmunt Baumann llama “vagabundos” lo hacen porque el mundo a su alcance (local) es insoportablemente inhóspito y no tienen otra elección. La agudización del desplazamiento humano, aunado a la Covid, han producido el endurecimiento del cierre de fronteras de los países. Para los grupos vulnerables, la situación se torna mucho más acuciante, pues se hallan permanentemente en vilo, sin encontrar un destino.
Solo podemos imaginar lo que se siente vivir en pausa en el refugio de Lipa y con un severo invierno, o escapar constantemente de la tierra natal como un rohingya, o tener que embarcarse desde costas africanas con la suerte a cuestas por el mar Mediterráneo, o pasar la frontera estadounidense y un largo etcétera.
Acabamos de entrar en una nueva década y todo indica que millones de seres humanos atravesarán esta vida como deshechos de la humanidad, como refugiados, migrantes ilegales, clandestinos y “sin historia”, abandonados a su suerte. Son los condenados de la Tierra.
La autora es socióloga y antropóloga
Columnas de GABRIELA CANEDO VÁSQUEZ