Vacuna contra la incoherencia
En este tiempo, no sólo los adolescentes se sienten incomprendidos. Todos estamos confundidos, irritables, deprimidos. Nadie sabe qué hacer. Las autoridades nos confinan, desconfinan y nos vuelven a confinar. Hoy está mal lo que ayer estaba bien, y ahora es aceptado lo que antes era prohibido. En un mismo Departamento, incluso en una misma provincia, las restricciones del día domingo tienen interpretaciones diferentes según la zona, y los numerosos barrios que las incumplen esgrimen argumentos absurdos, contrarios a las recomendaciones científicas. En el summum de la contradicción, Evo, que descendió de presidente a influencer, internado por Covid en una clínica privada, recostado en una cama ortopédica y con reclinación eléctrica –excusez-moi, mon Roi–, tuitea sobre las bondades de las “plantas medicinales del altiplano” para prevenir el virus. Qué tal.
En las redes y en las cadenas de WhatsApp, los pesimistas brotan como piojos y se solazan escribiendo textos extensos, culpando a toda la humanidad por la pandemia. Nadie es inocente, ni aunque use pañales y tome leche de pecho. Nos acusan por nuestros malos hábitos, nuestra alimentación desequilibrada, y hasta por nuestra promiscuidad y nuestras inclinaciones políticas, por qué no. Finalmente anuncian, sin ningún respaldo, una próxima plaga, seguida del apocalipsis.
No son más livianos los optimistas en exceso, aquellos que huyen despavoridos ante una mala noticia o una situación de dolor, o quienes postulan a un cargo público y se pasean por las calles soplando polvo mágico como Tinkerbell, bailando en rondas y cantando villancicos. Hace poco, un candidato local, sin sonrojarse, se sacó una fotografía desde una montaña, mirando la ciudad con los brazos abiertos, prácticamente emulando al Cristo de la Concordia, y pidió que este año nuevo nos traiga “amor, mucho amor” –así, en tongadas–. Ojalá se aprovechara este impulso científico para fabricar un fármaco contra la cursilería. Pastillas contra la estupidez. Jarabe contra el melodrama. Spray ahuyenta clichés.
Allá afuera no son tan superiores. También tienen sus propios problemas, vergüenzas, contradicciones. Basta mirar ese álbum de fotografías surrealistas que nos dejó la reciente invasión de vikingos al Capitolio en EEUU. O esa orgía de swingers en la Argentina: decenas de k’alas, con antifaces y máscaras de superhéroes, que confundieron con strippers a los policías que intervinieron y los invitaron a unirse a la fiesta.
En Bolivia, en medio de un triste paisaje de cortinas metálicas bajadas y carteles de tiendas en alquiler, clausura, liquidación, o cierre definitivo, las empresas formales, arrasadas por un tsunami el año pasado, fueron obligadas a pagar el aguinaldo, y los cocaleros –intocables, poderosos– que no pagan impuestos, cobraron puntualmente el bono contra el hambre.
Mientras tanto, en el peor momento de la pandemia, los candidatos a las subnacionales promueven concentraciones, salen en ruidosas caravanas, empapelan las paredes, y nos ofrecen, como siempre, transformar en un chasquido de dedos nuestras deterioradas ciudades en Estocolmo, Viena o Singapur.
Esperemos que pronto podamos retornar a nuestra propia normalidad, a nuestras manías, malas costumbres y actividades diarias, comenzando por ganarnos el sustento sin interrupciones, y así dejemos de hacer esos esfuerzos patéticos vía Zoom, donde fingimos entusiasmo y disimulamos la frustración, el estrés y la bipolaridad de esta adolescencia a la que regresamos y en la que estamos atrapados. Y que la vacuna disminuya lo más posible esa incoherencia desbordante e incontrolable como el virus que respiramos, vemos, escuchamos y leemos por todas partes, y que no se puede combatir con un barbijo.
El autor es arquitecto, Twitter: @lema_andrade
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