Instigador, aleccionados y cómplices
Cansado del fútbol europeo en estadios vacíos, mirando el Super Bowl no tanto por el deporte en sí, sino por alguna macanuda por ahí en el show de medio tiempo, vejete rabo verde que presumo ser, me alegré con el resultado de un partido en que la edad juega un papel preponderante, a lo menos en los “mariscales de campo”, que no ganaron medallas triunfando en épicas batallas, pero tienen mejor estado físico que guatones generales que tampoco las merecieron.
Aficionado que soy a las comparaciones, pensé en el presidente Biden y su némesis, el “boquita de cereza”, el expresidente Trump. Ambos setentones, pero diferentes en sus enfoques. El uno, mesurado exvicepresidente con amplia experiencia legislativa, y pese a ser viudo y signado por la tragedia, empeñado en unir una sociedad estadounidense dividida. El otro, narcisista deslenguado y, por si fuera poco, autoritario e inmoral, empecinado en acusar fraudes inexistentes para justificar su derrota.
Ahora, el triunfador enfrenta las incitaciones demagógicas del derrotado, mal perdedor, que derivaron en la toma violenta del Capitolio, sede del Poder Legislativo de EEUU, por una turba de aleccionados agitadores. Le costó al vencido la dudosa notoriedad de un inédito segundo juicio de impugnación, o impeachment por incitar a la insurrección, días antes del fin de su periodo y después de haber perdido su reelección.
En la opinión de algunos, y mía también, la contienda electoral en EEUU se definió al soslayar la gravedad de una pandemia mundial, la de Covid-19. A la fecha, ese belicoso país ha enterrado casi 500.000 muertos, más que en casi todas las guerras en que se ha involucrado. Los estragos de la plaga no son solo médicos, sino que originaron una crisis económica que tiene a sus pobres más miserables y hambrientos, a sus pequeños y medianos empresarios en bancarrota y a su gente desempleada y quizá a la mayoría afectada por desarreglos mentales. Para no hablar del deterioro de la imagen mundial de un poderoso Estados Unidos, tal vez porque cuando el gato no está, los ratones bailan.
Se habla de los cambios que la pandemia del coronavirus está ocasionando en el mundo. El reordenamiento de las estructuras políticas. Desplazamientos en las esferas de influencia de unos países sobre otros, desde ya divididos entre pobres y ricos, poderosos y explotados, desarrollados y subdesarrollados; primer, segundo, tercer, cuarto, o ad infinitum, mundo. La diferencia entre unos y otros se disfraza con eufemismos ideológicos a veces falaces: neoliberal y comunista, capitalista y socialista.
La pandemia mundial de Covid-19 y la repartija de vacunas revela que priman los intereses etnocentristas y a veces jingoístas. No es lo mismo inyectar vacunas que vender armas o promover conflictos. El surgimiento de nuevas variantes o cepas de virus, la insuficiente producción de inyectables inmunizadores o la ineficiencia en administrarlas revela que las pandemias mundiales son eso: mundiales, y que o se inyectan vacunas a todos los humanos o no se inmuniza a ninguno.
Quizá un último eslabón que evidencia un caso penal del instigador y sus montoneras fue ventilado en nuevas filmaciones del atentado contra la democracia estadounidense. Fue clara la vinculación entre Donald Trump, todavía presidente en funciones, y la turba asesina que incitó. A los ojos del mundo sorprende, entonces, que habiendo evidencia de causa y efecto se socape la gravedad del crimen. Peor aún, que las víctimas que sufrieron tales atropellos opten por consignas partidarias en vez de testificar los delitos criminales, lo que les convierte en cómplices.
Es probable que un aspecto importante de la pandemia mundial sea una mayor conciencia ambiental sobre la Tierra, cuyo abuso había tenido, nomás, sus efectos. La salud de las gentes había estado ligada al respeto o maltrato del planeta. Quizá en el futuro se hará más veraz el pasaje bíblico de que “los últimos serán los primeros”, porque será algún paraje remoto que disponga del agua más limpia, los alimentos menos contaminados y el aire más puro.
Tiene razón Jeffrey Sachs al pluralizar “las edades de la globalización”, en vez del singular actual que solo toma en cuenta últimos avances tecnológicos en la aldea global que es el mundo. Sin embargo, a veces pienso que el común denominador está en el grado o majestad de gobierno, del poder de los que mandan –sean con botas o alpargatas– sobre las ovejas sumisas que a veces son los pueblos. Tal vez porque el bien común no alcanza para todos y siempre habrá desigualdad social.
Los países, como cualquier conglomerado social, precisan el timón de los más esclarecidos y honestos. Aunque a veces los desfavorecidos sean presa de autócratas demagogos y turbas de ignorantes aleccionados.
El autor es antropólogo, win1943@gmail.com
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