Las caseras y el poder de lo habitual
Época de cuarentenas, época de quedarse en casa si se puede, época de achicamiento del propio radio de acción, época en que la soledad florece o es lamentada, época de circulación restringida, días de aspersiones y barbijos. Y encima, para acabar de tarrear el mal plato, éste ya nos viene mal servido, con el peor gobierno que jamás cabría imaginar. Otra vez, la chapuza y la patraña.
Pero hay que seguir viviendo igual, hay que seguir porfiando y respirando, hay que seguir levantándose por la mañana y, si se es afortunado, ir a primera hora, uno mismo, a comprar el pan fresco de cada día. Hay en mi barrio un parque, muy cerca, donde hacia las 5.30 de la mañana, ya se está descargando el pan. Instalan, lado a lado bajo un árbol, tres grandes cestos circulares, cada uno aposentado sobre una canasta-pilar. Montañas de pan. Está buenísimo, ligeramente tibio aún y de diferentes clases; se forman pequeñas colas. Se da, no sé cómo, una especie de amabilidad general, se flota en un pequeño momento-acuario, preservado de las fealdades del mundo. Las pequeñas gentilezas, la buena disposición de las cholas aymaras que llevan perfectamente el negocio, la gente que está viendo amanecer y clarear ya rotundamente, hasta se percibe cierto buen humor provisional. La casera donde suelo comprar cuando voy, hace tiempo me reconoce, nos tratamos especialmente bien, si no aparecí muchos días me pregunta porqué, a veces me desliza una yapa extra. Reina el diminutivo: caserito, caserita….
Más allá, está el puestito de linaza. También conozco muy bien a la casera, a su hija, y además a su madre, que es una cholita nómade y catequista –como ella misma me cuenta. A veces llega con guindas desde Tablasmonte, donde me dice que tiene un terreno, otras, se pierde por Santa Cruz y sus pueblos, comerciando ropa de cholitas.
A mí me han gustado, desde siempre, los mercados y los puestitos callejeros, de lo que sea. Prácticamente, incluso, les dediqué un libro (Fe de errancias). Creo que nunca, en ninguna ciudad de Bolivia, he vivido más lejos de lo conveniente de un mercado. También en otras ciudades en que he vivido fuera, siempre amé los mercados, pero en el caso de Bolivia para mí son, simplemente, de lo mejor que tiene este país. Creo que en ningún otro rubro se ofrece, continuadamente, algo tan bueno. Desde el punto de vista de la crítica de las ciudades, tal vez incluso podría decirse: a este paso son lo único de bueno que tienen algunas ciudades bolivianas, cada vez más afeadas, sobre edificadas, cementadas, deforestadas, corruptas, destruyendo su pasado, estropeadas con tonteras ediles. Hay ciudades que ya no son la sombra de lo que fueron, mucho menos de lo que pudieron ser y para las que se anuncia seguir empeorando.
E igual, también, habrá que seguir viviendo en ellas, (afortunadamente, en Cochabamba, hay buenos parques y plazas -planeados antaño, por supuesto), igual habrá que seguir fatigando sus calles. Como se vive hoy: en un entre-tanto, un mientras-tanto que nunca terminan y se extienden, cuando la pandemia va cobrando lo suyo; todo anda entre congelado, puesto en situación-de-momento o siguiendo igual como se pueda. Y proliferan publicaciones sobre los peligros psíquicos de la pandemia, se hacen terribles diagnósticos sociológicos, se prevén rediagramaciones del espacio común, se entonan predicciones económicas a la baja; se anuncian mayores descalabros y se dice de todo.
Cuando la primera, y las subsiguientes cuarentenas del año pasado, mis relaciones con las caseras, ya buenas de por sí, adquirieron una dimensión mayor, y benéfica. Disfruté (y disfruto) con las pequeñas salidas y compras barriales, la breve copucha menuda, los comentarios sobre el tiempo, oír de hechos y minucias, charlar al paso. ¡Estas lluvias! escucho últimamente. Todo un crepitar de fondo de acontecimientos mínimos que está teniendo lugar, constantemente. Sólo ir de compras ya puede ser una minúscula aventura. Es así que surge y se manifiesta el pequeño poder de lo habitual.
“Cuando se vive lo habitual, se deja de ser lo que se es, se es todos –porque lo cotidiano es igual, común– y nadie: tal como ciertas vivencias más hondas se distinguen por un eclipse del sujeto natural.” Eso lo dijo el escritor argentino H.A. Murena hacia 1963, hablando de las dificultades de existir en medios adversos. (El espíritu hacia sus catatumbas, Cuadernos Nº 76). Cuando la atención a lo más próximo se hace más activa y el cuidado de lo pequeño adquiere su brillo ante otras dimensiones de desastre. La desgracia aprieta, sí, pero los puestos y productos de verduras se multiplican, se agitan ramas de eucalipto en algunas esquinas, crece la oferta de flores. Vuelve a decir Murena: “Lo cotidiano cumple la misión de portar la luz a través del elemento adverso hasta lugar seguro: es índice de obstinación de la vida humana por continuar allende todo abismo”.
El autor es escritor
Columnas de JUAN CRISTÓBAL MAC LEAN E.