Cañones y pinceles
“Supondré, además, que el lector al que me dirijo es lo bastante parecido a mí como para seguirme sin demasiada fatiga, y sin embargo lo suficientemente diferente como para que me divierta contradecirlo, y ponga además algo de pasión en convencerlo.” Tan elegante formulación, muy bien podría servir de pórtico a cualquier columna periodística, aun si quien la escribió, un tal Eugene Fromentin, hacia 1876, lo hiciera en un olvidado libro sobre la pintura holandesa.
De la existencia de Fromentin y sus escritos me enteré casualmente, como suele ocurrir hoy cuando se emprenden búsquedas por internet. Las nuevas maneras de leer, reunir bibliografías, descubrir autores…
La implícita civilidad que se da por descontado en la proposición de Fromentin, puede que ahora mismo, aquí y en otras partes del mundo, esté más bien sumamente averiada. Hay fuertes procesos involutivos, en efecto, que quisieran cargársela. En Estados Unidos, por ejemplo, un columnista del Washington Post comentaba, a propósito de Trump y sus huestes: “Les hizo sentir que su rabia y encabronamiento –cualquiera sea su origen– eran legítimos. Y, muy importante, convenció visceralmente a la gente de que las normas de civilidad social eran parte de un sistema tramposo.” Es verdaderamente asombro cómo esas palabras, dichas sobre un gringo lejano, otra vez se apliquen, a la letra, a su colega andino Evo Morales y sus propias hordas, que tanto hemos conocido.
A Fromentin, autor hoy olvidado fuera de algunos círculos, aunque a veces deliciosamente rescatado y releído, se le ocurrió en una de esas, animado por sus lecturas, irse a Holanda a ver pintura. Quería convencerse personalmente de que las cosas eran realmente como las describían los incipientes “críticos de arte” de su tiempo.
De sus experiencias y periplos, sus observaciones de cuadros y campiñas, de hermosos cuadros y de nubes (estuvo pendiente de la actividad atmosférica en las tierras planas que veía), salió su libro Los maestros de antaño. Pero si nos acercamos a la figura de Fromentin, sin embargo, no lo hacemos como críticos de arte o para hablar de pintura, sino más bien sorprendidos por el “temple” que éste observó y con el que se realizaron esas grandes obras (de Rembrandt, Frans Hals, Van Dyck, Vermeer, Ruysdael y muchos más). Recordemos de paso, que ahí es donde volvió a reinventarse el arte imperecedero y delicado del bodegón o la naturaleza muerta.
Algo más tarde el gran poeta Paul Cludel, que también quedaría prendado de esa pintura y había leído a Fromentin, decía (en El ojo escucha): “Fromentin apunta, justamente, que el Siglo de Oro, que vio florecer a todos los grandes pintores, es también el periodo más violento y tumultuoso de la historia holandesa, el de las revueltas populares, las controversias religiosas, las batallas y los golpes. Todo eso no distrajo un minuto al tranquilo pincel de los artistas”. Es más de una vez que Fromentin insiste sobre el tema. En otras líneas afirma que, a lo largo de casi toda su vida, esos pintores no habían dejado de escuchar los cañonazos, sin que tiemblen sus pinceles.
El asombroso temple con que no se apartaron de su camino ni se movieron de su caballete, es necesario hoy más que nunca, en todas partes y sin necesidad de escuchar metralla. Pues aunque, aparentemente no corremos el peligro de bombardeos ni de balas, se cierne sobre nosotros, en cambio, el peligro no menos inquietante de lo mortificante. “Lo mortal mata el cuerpo, lo mortificante mata el alma”, observó alguien. Y hoy vivimos asediados por lo mortificante. En Bolivia, particularmente, más que nunca desde García Meza.
Mortificantes son la estupidez insistente, la corrupción, la propaganda, la televisión, la mentira constante, las declaraciones de personajes que deberían tener prohibido abrir la boca en público, la aniquilación de la justicia, las medidas siempre torpes, los despilfarros sin ton ni son, los árboles agredidos, el coimerío generalizado y etcétera, etcétera. Y acabamos de ver, este viernes, que el masismo no sólo bloquea ambulancias o el recojo de basura, sino a quien se le ponga al frente –a punta de cochinadas. No habrá cañonazos por aquí, pero se siente un inmenso lodazal de bajeza. Que no da tregua. Tanta mayor razón para que los pinceles ni tiemblen ni se detengan.
Al reinado de lo mortificante, Medinacelli lo llamaba, hace casi un siglo, el de la “chatura espiritual”. Ahí seguimos.
El autor es escritor
Columnas de JUAN CRISTÓBAL MAC LEAN E.