Educación revolucionaria
Estudié en el Colegio Loyola. Su nombre completo es Comunidad educativa Loyola Cochabamba. Entre sus fundadores estuvieron algunos sacerdotes y monjas jesuitinas de apellidos Herrero, Carrero y nombres como Ana, Felisa y Madela.
Desde el inicio tuve una educación diferente de la que se practicada en otros colegios. No teníamos libros. Íbamos a la biblioteca. No teníamos material propio, sino que consultábamos fichas esparcidas en hornacinas dentro de las aulas, que contenían datos o preguntas.
Mis papás podían comprar harina o azúcar en el “Consumo Dirigido”. Entre mis compañeros de curso estaban desde el hijo del portero, hasta la hija del gerente de alguna empresa importante. Hicimos ejercicios espirituales ignacianos, sin saber qué eran, pero dieron resultado entre los estudiantes.
No tuvimos viaje de promoción, sino viaje de trabajo social. Fuimos a Rodeo Chico a excavar hoyos para una futura reforestación y a vivir una semana sin comodidades habituales como una ducha.
Fue una experiencia dura. Un bañito de realidad.
Tantos años después considero que fueron religiosos revolucionarios. No porque vistieron de civil, sino por el conjunto educativo variopinto aplicado desde hace más de medio siglo y que va en contra de lo que sabemos de memoria: la educación en Bolivia es discriminadora.
En pleno siglo XXI, el sistema educativo boliviano es discriminador y además viene con taras ideológicas como la de colocar la foto del expresidente en libros de textos –uno para cada estudiante y comprado con esfuerzo– o de repetir como loros que somos Estado y no República.
¿A quién engañamos con eso de educación revolucionaria? La revolución no consiste en hacer de la propaganda un axioma.
Tampoco en hacer creer que repartes computadoras Kuaa y luego las encierras bajo siete llaves. O pagas millones por un satélite que hoy no lleva la educación a los rincones del país. Pero, eso sí, le pusieron la bandera del Estado en la punta para hacernos creer que eso es revolución.
La educación será revolucionaria cuando los maestros ganen más que el presidente. Cuando transformen a sus pupilos y cuando, finalmente, dejemos de votar por caudillos y aprendamos a votar usando la cabeza. Hasta mientras, los alcaldes y gobernantes que elijamos, seguirán robando, mintiendo y abusando del poder.
Por eso una verdadera educación revolucionaria fue la de los “padrecitos” de mi colegio. Inclusiva. Cooperadora. Reflexiva. Y no como la de este régimen que ha devuelto a la sociedad boliviana a una involución, y a un estado primitivo y larvario, discriminador y racista.
La autora cree que una buena educación es un pasaporte para un mejor futuro
Columnas de MÓNICA BRIANÇON MESSINGER