El Día del Niño en tiempos de coronavirus
“Dejad que los niños vengan a mí”, es una de mis frases favoritas atribuidas a Jesucristo en alguno de los cuatro Evangelios parte del Nuevo Testamento de la Biblia. En ella, el Maestro instaba a los adultos que dejen a los inocentes congregarse a su alrededor. Me pregunto que diría en tiempos de Covid-19. Para empezar, muchos padres desconfiarían de que Jesús fuese propagador del virus, aunque les asegurasen que los niños son inmunes, ¿acaso saben todo sobre la plaga? El barbijo es cómplice de alguno que podría ser un asaltante, o una nariguda que además tiene los dientes chuecos o cariados.
El problema es mayor. Hasta nuestra prensa es portavoz menor de algo que en Europa y Estados Unidos se pregona diariamente. Puede ser que africanos sedientos del Sahel y centroamericanos migrantes hambrientos agrupen más televidentes o vendan más periódicos. Seré presa del desánimo viral, pero las noticias favorecen a los malos, maldad que no había sido astillita entre los humanos ni con el martirio del Crucificado.
En efecto, son notas menores las que dan cuenta del incremento de la violencia contra los niños, que en nuestro medio abarcan violencia sexual y violaciones, las más frecuentes, y corrupción, estupro y secuestro, aunque las buenas almas insten a cuidarlos los 365 días del año. En los países ricos se dan otras “especialidades” tal vez raras en nuestro pacato ambiente, pero que no se mencionan: trabajo infantil, prostitución y pedofilia, extracción y venta de órganos corporales, mutilaciones para hacerles limosneros. La incidencia de tales aberraciones muchas veces acompaña al racismo y otras formas de prejuicio social, amén de diversas lacras de los conglomerados urbanos.
En Estados Unidos cambian el sonsonete del juicio a policías asesinos de George Floyd, por la cobertura de un caso más de “gatillo rápido” a un joven negro, y las subsiguientes protestas, que socapan la raíz misma del problema: el racismo enquistado en guardianes del orden. En Europa, el vaivén entre cuarentenas e instrucciones de “quédate en casa”, y la ralentización de las medidas con la apertura de negocios “no esenciales” tiende a disminuir entre la incidencia y el aumento de contagios.
En Bolivia, la subida de la informalidad por la pandemia en sectores que tienen el descaro de exigir “desclausura” de sus ampliaciones ilegales; donde el contrabando le cuesta al país la friolera de 2.300 millones de dólares anuales; donde abusan de la “jumentud” obligándoles a jurar con el puño en alto, mientras la Policía arriesga perder la repartición para denunciar delitos y abusos que serían manejados por politiqueros, seguramente con otras intenciones.
Quizá por el confinamiento al que obliga el contagio silencioso y el miedo a morir, especialmente a los vejetes, tal vez es una falsedad pensar que no se dan casos de crímenes horrendos en contra de los niños. Si es casi normal leer del incesto pecaminoso de padres e hijas, ¿por qué despreciar el abuso de los inocentes? Si el doctor Mengele operaba sin preocuparse del dolor infantil, ¿por qué rasgarse las vestiduras si anestesian para extraer un riñón? Si la edad poco importa para abusar de alguna indígena, ¿a quién le importa el párvulo abusado por un pedófilo?
No debe pues extrañar que el panorama mundial sea angustiante. Hasta disciernen una patología psicológica de los tiempos de Covid-19: la manía depresiva. Ciertamente, al cambio climático, la depredación ambiental, la contaminación del entorno humano en bosques y mares, han sobrevenido pandemias como la del coronavirus. Vendrán otras, aparte de los desastres como las inundaciones y las sequías, erupciones, huracanes y terremotos. Y si en pleno siglo XXI faltan vacunas para curar lo que demagogos llaman un simple resfrío, imaginen que será de este mundo desigual cuando llegue el momento de pagar desmanes aún más suicidas.
Tal vez tienen razón los “preparacionistas”, grupos europeos que no andan por las calles portando letreros de que “el fin está cerca”. Optan por alistarse para regresiones duras aprendiendo a esculpir puntas de flechas pétreas, enterrar baldes con preparados potabilizadores, vituallas secas, remedios y vendajes comunes, herramientas y artilugios útiles, armas primitivas y machetes, etc., en previsión de épocas de supervivencia apocalíptica.
Yo que he vivido el abuso a una “ponguita” durmiendo en compañía de gallinas y conejos en una casucha de piedras y barro que ni merecía mi perra Pluta, desde que vi y oí el llanto de mis niñas, y sentí las manitas de mis nietos yendo al parque, he renunciado a mi sardónica gerencia de la Fundación Herodiana de la que presumía. Me da asco la falta de empatía que demuestran los delincuentes, y me repele que uno de los cambios que propicia la pandemia actual sea el aumento de la crueldad en contra de los niños.
El autor es antropólogo, win1943@gmail.com
Columnas de WINSTON ESTREMADOIRO