Día de la Tierra
Anteayer, 22 de abril, fue el Día Internacional de la Madre Tierra. Es una jornada a la que en todo el mundo se tiende a darle cada vez más importancia en la misma medida en que se multiplican los desastres causados por la acción humana sobre el planeta y sus más vitales recursos, lo que motiva una creciente preocupación sobre la salud del medioambiente planetario.
A esa toma de conciencia colectiva es también estimulada porque la constatación del deterioro ambiental ya no es asunto de expertos. Cualquier persona, en cualquier lugar del mundo, sin más elementos de juicio que su propia experiencia y sensibilidad, puede actualmente dar fe de fenómenos como el cambio climático y su impacto en la vida cotidiana. Esa percepción se refuerza por los datos científicos que confirman la gravedad del problema.
En ese contexto, Bolivia juega un papel de lo más paradójico. Por una parte, nuestro país era visto hace no mucho tiempo como un ejemplo a seguir, uno de los mejor dispuestos y más aptos para asumir un lugar de vanguardia en la adopción de políticas públicas y de cambios en las pautas de comportamiento colectivo a fin de entablar relaciones más armoniosas entre la gente y el planeta. No es casual que haya sido a instancias de la diplomacia boliviana que la ONU incorporó el término “Madre” al antiguo Día Internacional de la Tierra, porque, como dice la resolución, “traduce el concepto andino de Pachamama”.
A pesar y en contra de lo anterior, Bolivia figura entre los países más adversos a la preservación ambiental. Por ejemplo, si se calculan los daños ambientales en relación al número de habitantes, aparece como uno de los países que más contribuye a la destrucción del ambiente planetario.
Ese desprecio por el entorno natural y las especies vivas que las habitan es evidente en la permisividad que tiene el Estado, por ejemplo con las explotaciones mineras en el Illimani, cuya actividad contamina los acuíferos.
O simplemente olvidando su responsabilidad de proteger los recursos naturales, como el lago Uru Uru, un humedal declarado de importancia internacional desde 2002 y convertido en un mar de desechos plásticos ignorado por la mayoría de los bolivianos, hasta que un joven francés se puso a limpiar el cementerio de trenes de Uyuni y su iniciativa tuvo el efecto de despertar la voluntad de un colectivo orureño y replicar esa faena en ese lago. Luego siguieron, en pocos días, el río Rocha, en Cochabamba y las orillas del lago Titicaca, en una demostración ciudadana, e institucional, de que podemos limpiar nuestro entorno. Pero nadie duda de que en un tiempo más esos lugares volverán a ser el muladar de siempre a consecuencia de nuestros malos hábitos.
Esa doblez no puede ni debe prolongarse, porque de ello depende el bienestar de las actuales y de las futuras generaciones.