El espíritu oligárquico y la fuerza vital de “la rosca”
Desde que somos niños, la historia oficial impartida en los colegios nos enseña que la revolución de 1952 destronó a la “rosca minera”, cuyos principales representantes eran Patiño, Hoschild y Aramayo. La nacionalización de las minas, la reforma agraria y el “voto universal” habrían dado fin a la era de los señores de la tierra, los barones del estaño y la “democracia huayraleva” que hasta entonces regía las instituciones del Estado. Al menos así versa el relato nacionalista que muchos bolivianos solemos dar por sentado.
Desde otra perspectiva, la que argumentamos aquí, es plausible afirmar que el principio aristocrático de que el poder –económico, social, político o cultural– otorga privilegios por encima de los derechos de los demás, es un legado feudal que persiste con mucha fuerza en la sociedad boliviana. Veamos.
Hace unos meses, mientras buscaba un terreno por Pacata alta, en Cochabamba, me encontré con un lote baldío que quedaba al final de un callejón. Curiosamente, cuatro metros antes de llegar al final, el nivel del suelo del callejón había sido elevado y éste, torcido abruptamente para concluir en el garaje del último domicilio que se encontraba sobre la acera izquierda, cuyo terreno tenía la particularidad de encontrarse dos metros por encima del nivel de la calle. Cuando consulté a los vecinos del lugar, se me informó que la dueña de aquella casa era una diputada nacional que había conseguido una autorización para elevar el nivel del suelo dar un giro de 90 grados al callejón, de modo que el camino concluyese en su casa, provocando que dicha elevación ocultase los domicilios y lotes del fondo. En otras palabras, su condición de autoridad política le había otorgado un privilegio sobre aquel callejón, por encima del derecho de sus vecinos del fondo.
Aquella diputada estaba convencida de que su posición de autoridad le otorgaba un privilegio. Esta disposición subjetiva no se circunscribe exclusivamente a políticos, ni a clases-etnias dominantes. Hace unas semanas, Óscar Aduviri, ejecutivo de la Federación Única de Trabajadores Campesinos de Coroico Túpac Katari, fue grabado ebrio, manejando un motorizado. El dirigente amenazaba con quemar a los policías que detuvieron su vehículo: “Yo soy de la Túpac Katari (federación de campesinos), dejen de joder. Carajo, yo soy representante de 120 comunidades, déjenme de joder”. Aduviri estaba convencido de que su posición de autoridad sindical lo eximía de responsabilidad alguna por el hecho de manejar borracho.
Estas anécdotas no muestran casos aislados, circunstanciales. Más bien revelan una verdad sustantiva, profunda; y, hasta hoy, imperecedera sobre el ejercicio del poder y los habitus que se le relacionan. Según una investigación realizada por Diego Ayo, de la Fundación Pazos Kanki, en 2004 el porcentaje de contratos gubernamentales asignados a través de licitaciones públicas alcanzaba al 76%, en 2010, al 42%; en 2013, al 8%; y llegó al 1% el año 2014. En 2004 los contratos de megaobras implementadas por el Gobierno mediante invitación directa a los adjudicatarios apenas ascendían a 600.000 Bs, para 2014 este monto llegaba a 16.603.000.000. Bs. (Los Tiempos, 8 de marzo de 2016).
Esta drástica disminución de las licitaciones de proyectos mediante convocatorias públicas, mientras se incrementaban los fondos estatales para grandes obras del gobierno de Evo Morales adjudicadas por invitación directa a las empresas encargadas de ejecutarlas, muestra la ampliación del margen de maniobra que favoreció el surgimiento de “arreglos” entre funcionarios públicos y agentes privados; propiciando, presumiblemente, la formación de fortunas gracias a la influencia política.
Estas prácticas no fueron prerrogativas del gobierno del MAS. A las pocas semanas del ascenso del gobierno de Janine Áñez en noviembre de 2019, por las redes sociales aparecieron nuevas denuncias de autoridades que colocaron a sus parientes, socios, amigos, en los cargos públicos. Participantes de la asonada golpista se cuotearon espacios del gobierno. En pocos meses ya se habían ventilado nuevos casos de corrupción, como el caso de Elio Montes de ENTEL que huyó a EEUU con sus maletas llenas de dinero proveniente de las arcas públicas, o el de la aerolínea estatal BoA, cuyos interventores, designados por Áñez, eran los empresarios de la aerolínea privada Amaszonas, que fue quebrando a la empresa estatal, apropiándose de sus rutas.
La corrupción es una modalidad del privilegio. Las personas que tienen algún tipo de poder están en condiciones de canjearlo por dicho privilegio, posicionándose así por encima de las leyes; y, entonces, de los derechos de los demás. Las “roscas”, las “camarillas”, son precisamente resabios aristocráticos, modalidades jerárquicas de ejercicio del poder, que muestran la persistencia de superestructuras políticas precapitalistas de origen feudal.
Las “roscas” se engarzan dentro de una compleja estructura del poder en Bolivia. Si bien la revolución de 1952 destronó a la antigua oligarquía; el “espíritu” oligárquico se encuentra diseminado en diversas reparticiones del Estado e instituciones de la sociedad civil, perviviendo en el alma de autoridades estatales, de propietarios de empresas, directores de ONG, autoridades universitarias, dirigentes sindicales que, al ingresar en una carrera política y asumir un cargo político, son oligarcas en potencia, imbuidos por construir un nuevo sistema excluyente de privilegios.
Estos hechos muestran que, si bien procesos políticos como la revolución de 1952 o la insurrección de octubre de 2003 destronaron a los poderes oligárquicos prevalecientes, los populismos que después los reemplazaron no se tradujeron en auténticas reformas intelectuales ni morales.
Después de 1952, el gobierno del MNR diseminó entre los sindicatos mineros y campesinos un sistema de privilegios y prebendas en las dirigencias de esos sectores (la “mediación prebendal”). El MAS instaló lo mismo en las organizaciones campesinas, sindicales y vecinales desde 2006. Los populismos diseminaron el modelo de la “rosca”. No lo cancelaron. Como sucede con el dirigente Óscar Aduviri de la federación de campesinos de Coroico –y el mismo Evo Morales– los dirigentes de las organizaciones populares tampoco han dejado de pensarse como potenciales “señores” rodeados de privilegios.
Esto permite visibilizar una de las grandes limitaciones de las dirigencias de las clases-etnias subalternas: aún no han logrado construir un paradigma “sin amos en la tierra”, verdaderamente alternativo al “oligárquico”. Como decía Zavaleta, los siervos siguen soñándose como potenciales señores.
Así, entre los oligarcas del pasado y los populistas del presente, la política boliviana se asemeja mucho a un “juego de tronos” feudal, a una trifulca de “roscas” por el control de los privilegios.
El autor es docente-investigador del IESE-UMSS
Columnas de LORGIO ORELLANA AILLÓN