Messi en la Ciudad de la Luz
¿Encontraremos una vacuna contra la banalidad? Es otra epidemia que arrasa con el mundo entero y no se salva ni siquiera París, esa ciudad de ensueño que fue el cobijo y la inspiración de inolvidables artistas e intelectuales, y que ahora fue invadida por una turba de ruidosos facebookers, instagramers y tiktokers de múltiples nacionalidades, vestidos con Crocs, bermudas y poleras del PSG, que se toman selfies con La Mona Lisa, las esculturas de Rodin, las gárgolas de Notre Dame y atiborran con candados gruesos las barandas de los puentes del Sena.
Esta urbe mitológica donde Voltaire y Rousseau debatían en el Café Procope, donde Diderot concibió La Enciclopedia y Benjamin Franklin la Constitución de Estados Unidos; esta capital legendaria donde Cézanne, Van Gogh, Gauguin y Toulouse-Lautrec rechazaron las limitaciones del impresionismo y representaron su propia visión del mundo desde sus ateliers en Montmartre; esta metrópoli de fábula donde Picasso, Braque, Gris y Derain rompieron el arte occidental y destrozaron la creación de Dios con figuras geométricas; esta misma Ciudad de la Luz donde los hermanos Lumière proyectaron la primera película de la historia, ya nos sorprendió en 2018 cediendo su monumento más emblemático, la torre Eiffel, donde su creador recibió a Thomas Edison, para una fiesta de derroche dando la bienvenida al futbolista brasileño Neymar, cuyo fichaje le costó al PSG 250 millones de euros.
Notre Dame y le Sacré-Cœur han dejado de ser sus principales templos. Los museos del Louvre, de Orsay y de la Orangerie ya no provocan gran interés. La gente no se detiene frente al 27 de la rue de Fleurus, donde Gertrude Stein reunió a los personajes esenciales que definirían el modernismo en el arte; no se quita el sombrero al entrar al café de Flore, donde buena parte del movimiento existencialista se reunía en torno a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, ni tampoco se siente sobrecogida por la atmósfera de La Closerie des Lilas, donde Hemingway escribía sus relatos y Apollinaire vencía en ajedrez a Trotsky y Lenin. Ahora el templo de moda es el Parque de los Príncipes, estadio del PSG, conducido por un empresario catarí, “ministro sin cartera” del gobierno de su país, acusado de sobornos por derechos de transmisión televisiva y violaciones al fair play financiero.
Los principales tesoros en París ya no son La Mona Lisa, Le Penseur, ni Impression, soleil levant. Ahora, en 2021, el tesoro es Lionel Messi, un talentoso futbolista argentino cuya presencia alcanza dimensiones incomprensibles. Sus publicaciones en Instagram, el look trendy de su esposa y las travesuras de sus hijos ocupan la primera plana de los diarios internacionales, por delante de los estragos de la pandemia o la crisis en Afganistán. El mundo se detiene cuando da una declaración de prensa, a pesar de que expresa obviedades y de que hasta ahora no nos ha sorprendido con ninguna opinión importante, algo tan fácil cuando se expresa con los pies. Pero la gente prefiere escuchar a Messi antes que a Noam Chomsky, y quiere el corte de pelo de Neymar antes que ambicionar el trazo de Monet o la prosa de Flaubert.
Vargas Llosa lo define muy bien: vivimos en un mundo donde la tabla de valores está encabezada por el entretenimiento, en el que la imagen y el sonido de la pantalla tiene predominio sobre la palabra, y donde los productos de arte no son fabricados para perdurar, sino para ser consumidos al instante y desaparecer como una bolsa de papas fritas. Un mundo donde no existe criterio objetivo que permita calificar o descalificar una obra de arte y, por lo tanto todo, puede ser considerado como tal: la uña postiza que Lady Gaga perdió en un concierto, el último chicle que Alex Ferguson masticó como director técnico, el pañuelo donde Messi secó sus lágrimas al despedirse de su antiguo equipo…
Pero habrá que estar de acuerdo con Víctor Hugo —“la tolerancia es la mejor religión”— y resignarnos al tiempo que nos toca vivir. Más aún en Bolivia, desde donde escribo, donde unos diputados wakabolas presentaron un proyecto de ley para pagarle un sueldo vitalicio a los futbolistas de la selección del 94, demostrando que la banalidad es epidemia planetaria y sacude, también, lo plurinacional. Pero no deja de ser tristísimo que París esté profanada por fanáticos irracionales que salen eufóricos del estadio y recorren los pasillos del metro aullando estribillos bélicos y que no tendrían ningún problema de atropellar a Dalí y a su oso hormiguero si estos se cruzaran en su camino.
El autor es arquitecto, lemadennis@gmail.com
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