¿Cómo derrotar a una autocracia? (III)
Para que una transición hacia la democracia comience a tener lugar, se requiere de una oposición en condiciones de interactuar con fracciones del bloque autocrático de dominación. Las oposiciones latinoamericanas tienen, en ese sentido, mucho que aprender de transiciones democráticas ocurridas en el pasado reciente. Recordemos que Mandela conectó con De Klerk, Walessa con el general Jaruzelski, Felipe González con Adolfo Suárez.
Sin esa despolarización esencial, sin ese diálogo sostenido entre gobierno y oposición, sin una voluntad compartida de cambio, no puede haber ningún proceso de democratización en ninguna parte del mundo.
Naturalmente, ha habido experiencias insurreccionales armadas, pero todas, o han fracasado dejando detrás de sí regueros de sangre, o han triunfado estableciendo dictaduras más horrendas que las que derribaron. En Cuba, la lucha armada en contra de Batista llevó a la dictadura de los Castro. La de Nicaragua en contra de Somoza llevó a la dictadura de Ortega- Murillo. La de Zimbabue llevó a la dictadura criminal de Robert Mugabe. Y así sucesivamente. La lección que de esos procesos deriva, es simple. Si una oposición no es democrática consigo, nunca será democrática con los demás.
Una colega venezolana me escribe: “Me encuentro situada entre dos dictaduras: la de Maduro y la del G4 (la plataforma de opositores)”. Quizás exagera. O quizás no. Lo cierto es que la oposición venezolana, para llevar a cabo su imposible política insurreccional, terminó por “desdemocratizarse”, desconectándose de las demandas sociales y entregando la iniciativa política a potencias externas.
Podemos sí hablar, al referirnos a la venezolana, de una oposición con tendencias autocráticas. No debemos extrañarnos entonces que, en vísperas de nuevas elecciones regionales, la opinión pública internacional se encuentre presenciando el vergonzoso espectáculo de una directiva más interesada en bloquear a candidaturas que en el pasado no apoyaron la opción insurreccional-abstencionista, que en enfrentar a los candidatos del Gobierno. Y nada menos que en nombre de la unidad: “su” unidad.
Levitzky Ziblatt opinan que para salir de las dictaduras (y aquí agregamos, de las autocracias) la condición primaria es la unidad de la oposición. Es difícil estar en desacuerdo con esa opinión. No obstante, debemos distinguir dos tipos de unidad: la unidad impuesta por una dirección autocrática y la unidad política-hegemónica.
Entendemos por unidad política-hegemónica aquella que se forma a través de una intensa confrontación de opiniones sobre la base de fuerzas previamente medidas en la arena electoral. Y bien, esa unidad, como toda unidad, debe provenir de la no-unidad. No hay mejor unidad (o acuerdos, o pactos, o alianzas) que la que se da entre partidos que han definido claramente su línea, su identidad y sus objetivos.
A la vez, no hay peor unidad que la que se da entre partidos que han delegado su conducción a una dirigencia que ejerce, en lugar de hegemonía, simple dominación. La unidad es y será siempre unidad en torno a objetivos determinados. La unidad se da en la diversidad. O como se dice en chileno: “vamos juntos, pero no revueltos”.
Para poner un ejemplo: en las elecciones bolivianas de 2020 que dieron como vencedor al evismo de Luis Arce, la oposición cometió el imperdonable error de no alinearse en torno a la candidatura que había obtenido mayor votación en la elección de 2019 (Carlos Mesa), cuando fue descubierto el fraude cometido por Evo Morales. En la repetición de las elecciones, en 2020, la oposición decidió nuevamente medirse entre sí, confiando en que se iban a unir en una segunda vuelta, la que no tuvo lugar. Las fuerzas del MAS, en cambio, se unieron monolíticamente en torno a la candidatura de Arce. En esos comicios primó el egoísmo de los caudillos partidistas quienes olvidaron que la unidad no solo es sumatoria sino, además, contiene un efecto multiplicador.
Hoy, más bien empujada por las circunstancias (fracaso rotundo de la vía insurreccional de Guaidó/López, fin del gobierno Trump) la oposición venezolana intentará en las elecciones regionales de noviembre medirse, a la vez, consigo y con las fuerzas del Gobierno. Sin unidad, sin haber resuelto su problema hegemónico, sin primarias, y sin haber dado siquiera a conocer las razones que la llevaron a abandonar la vía electoral para retomarla en peores condiciones tres años después, esas elecciones solo serán vistas en el futuro como un capítulo más, probablemente el final de la crónica de una catástrofe anunciada.
Lo importante será el después. ¿Habrá un nuevo comienzo? ¿Nacerá una nueva oposición en el verdadero sentido del término? ¿Una oposición sin conducciones de extremistas alucinados, en condiciones de convivir y dialogar entre sí y con el Gobierno? ¿Una oposición democrática, constitucional, pacífica y electoral como quisieron muchos —en un momento de arrebato realista— que así fuera? Son solo algunas preguntas. Por el momento no hay respuestas.
El teléfono suena ocupado.
El autor es filósofo, polisfmiresblogspot.com
Columnas de FERNANDO MIRES