Abusos en los nuevos tiempos
Corriendo el riesgo de transitar en terreno minado, escribo sobre uno de mis autores favoritos que sufrió el acoso sexual de un religioso. Tal vez, pienso, las raíces del problema están en la absolución de delitos con avemarías y padrenuestros. Quizá me libré de la plaga por ser un flacucho ensimismado, pero estoy de acuerdo con que en conventos e iglesias, como en el manicomio, no son todos los que están, ni están todos los que son, tanto para abusadores como para víctimas. Colegí estas reflexiones luego de la entrevista del diario español El País a Mario Vargas Llosa, donde revela su amargo incidente.
Son parte de las nuevas moralidades que se ventilan. Lo digo en plural porque no son iguales. El detonante fueron las denuncias ex post facto de algunas “estrellas”, o candidatas a serlo, del show bis deseosas de escalar peldaños, que aguantaron el abuso de poder del perpetrador, o la ambición que le aflojaba los calzones a la víctima. No habían sido simple hojarasca en época de sequía y el rayo que la encendía en fuego forestal. Las denuncias de abusos sexuales ocasionadas por el poder (y no poco de fuerza) del abusivo, y la anuencia a veces esperanzada de la abusada (o abusado), se propagaron como incendio forestal a otras esferas de la actividad humana.
Tal vez primero fueron actividades vinculadas: predicadores cuyo ‘alabaré’ parece buscar la divinidad a través del sexo; mandamases y exitosos del deleite televisivo, discográfico, publicitario; políticos rijosos con admiradores obnubilados. Luego el fuego saltó a casi todo el planeta: Afganistán, Australia, Irán, India, Israel, Japón, Italia, Nigeria, China, para citar unos cuantos países. Quizá se libraron algunos por ser demasiado pobres (Bolivia), o por proveer armas pagadas con petrodólares (Arabia Saudita), mientras lapidan a pedradas a las féminas casquivanas, y sus “nobles” están provistos de chalecos antijusticia aún si urden el asesinato de periodistas. Pero sorprendió la repercusión del movimiento contra el abuso y el acoso sexual: más de 600 citas bibliográficas en todo el mundo sobre aspectos del fenómeno.
Alegra que la denuncia de tales abusos sea parte del ‘empoderamiento’ de un desigual trato a las mujeres en casi todos los aspectos de la actividad humana que en ciertos países retrógrados alcanza niveles del oscurantismo de épocas pasadas. No es nomás que en tiempos de guerra las mujeres tenían que reemplazar a la fuerza laboral de los varones, y luego retornar a sus labores de parir, criar hijos y “ocuparse de las labores de casa”. Pero insisto que la persistencia de tales abusos no es solo sexual, sino parte de la inequidad que tiene en las mujeres un ejemplo escandaloso.
El centro del asunto es la desigualdad social. El machismo que, caracteriza en mayor o menor grado a los conglomerados humanos, tiene también otras aristas de origen étnico, educacional y biológico. Vive la différence! dirían los franceses y quizá aplaudirían los machotes en países patriarcales sobre las inequidades de género.
En otros países se tapujó el tema con el odio criminal entre sectores religiosos, como en los Balcanes donde convivían católicos, ortodoxos y musulmanes; el resentimiento étnico que originó la matanza de Tutsis en Ruanda; su relegación socioeconómica mediante segregaciones como el apartheid sudafricano y los racismos estadounidense y australiano. Quedan muchos casos sin resolver en varias partes del mundo: la invasión migratoria de africanos a Europa y de “latinos”·a Estados Unidos. ¿No hay prejuicios raciales y educativos entre estados del sur y del norte brasileños, entre limeños y serranos en el Perú?
En Bolivia, los excesos entre ‘originarios’ y ‘blancoides’ han concretado mitosis entre indígenas andinos e indios de tierras bajas. El prejuicio racial discrimina entre blancos y cambas en el Oriente; entre “highlones” de la Zona Sur de La Paz, y aymaras de El Alto. Se pretende tapujar diferencias sociales con argucias politiqueras: ¿no destacan en la actualidad los conflictos entre masistas y opositores? Son temas que aburren, insolubles que son, a menos que la revolución social que necesita el país derive en una explosión social, y el pueblo, concepto tan trajinado, comprenda que la ignorancia es la raíz que alimenta los excesos debidos a la desigualdad social, entre ellos el abuso a las mujeres.
Ojalá que la llama de la tea femenina en procura de mayor equidad prenda en otros aspectos de la desigualdad social de los humanos. Las féminas no deben conformarse con el rol que tienen en la actualidad. Ni tampoco con el de la dama que en algún episodio de la serie Los Simpson clamaba por atención a los niños, en plena discusión de asuntos comunales más apremiantes.
El autor es antropólogo, win1943@gmail.com
Columnas de WINSTON ESTREMADOIRO