Las lecciones de la historia
Hay acontecimientos en la vida de los pueblos que, por las profundas consecuencias que dejan, quedan como precedentes históricos. Marcan un antes y un después. Cierran un capítulo y abren otro. Es el caso de lo que ocurrió un día como ayer, hace 18 años, cuando la presión popular obligó a Gonzalo Sánchez de Lozada a embarcarse en un avión para irse del país el 17 de octubre de 2003.
Lo que hace importante esa dramática escena es que no era sólo un presidente constitucional de la República el que partía. Con él se iba todo un período de nuestra historia. Se clausuraban 21 años de un ciclo democrático que se agotó, dejando el terreno expedito para que se inaugure otra era, la que hoy vivimos y se aproxima a su segunda década de duración.
Todo lo que ocurrió después de la fuga de Sánchez de Lozada hasta que Evo Morales asumió el poder, en enero de 2006, fue sólo un paréntesis. Un periodo de transición cuya trascendencia se reduce a la que corresponde a una bisagra.
Dieciocho años, que son los que nos separan de aquellos acontecimientos, son muy pocos para darnos la perspectiva de largo alcance suficiente para interpretar, juzgar y valorar con razonable certidumbre los fenómenos políticos que no son sólo coyunturales, sino estructurales. Así, serán las nuevas generaciones, libres de las pasiones que suelen obnubilar la mirada de quienes de una u otra manera fueron testigos o protagonistas de los hechos, quienes den su justa valoración a cuanto ocurrió en octubre de 2003.
Mientras tanto, sólo cabe recordar que fue la conjunción de dos factores la que hizo posible la debacle de un sistema de partidos políticos —el de la democracia pactada— y su sustitución por un régimen virtualmente monopartidista. La ceguera y soberbia de una élite política que no supo ponerse a la altura de los desafíos de su tiempo fue uno de ellos. La tesonera construcción de un proyecto político alternativo que no se conformaba con sacar rédito de la coyuntura, sino que tenía la mirada puesta en el largo plazo, fue el otro.
Ambos factores son de por sí suficientes para que se ponga en evidencia la magnitud del error en que incurren quienes se empeñan en minimizarlos.
Así pues, la recordación de los hechos de octubre de 2003 adquiere sentido en la medida en que no se limite a alimentar la vocación victimista de unos y triunfalista de otros, sino que sea parte de un esfuerzo de comprensión de la historia contemporánea de nuestro país, de sus antecedentes en el reciente pasado, y sus proyecciones hacia el porvenir, especialmente ahora cuando parece ahondarse la brecha entre una ciudadanía que ya no es la de hace 15 años, y un oficialismo que insiste en aplicar sus métodos y modelos de 14 años en el poder político.