De caudillos y de otras vainas ¡Ave, Evo, “morituri te salutant”!
Caudillo, caudillismo, caudillaje. Jefe, adalid, mando, poder, superioridad. La palabra “caudillo” viene del latín capitellus (pequeña cabeza). Esta cabeza, casi siempre al mando de huestes o gran cantidad de personas sujetas a órdenes, tiene ciertas especificidades que conviene digerirlas. Y me remito a la definición extensa que hace el diccionario Lexicoon de la lengua española con respecto a esta palabra. La primera definición de caudillaje en el diccionario de la Real Academia Española es “mando o gobierno de un caudillo”. Otro significado de caudillaje en el diccionario es “caciquismo”.
Si hojeamos la historia latinoamericana, advertiremos que las distintas coyunturas políticas gestaron gobiernos democráticos, líderes que encabezaron transformaciones sustanciales a través de la motivación de sectores sociales hacia logros unitarios e incluyentes con objetivos comunes, dictadores, demagogos, autoritarios, tiranos y caudillos. Me centraré en esa Sudamérica de los últimos 20 años que se vio eclipsada por el surgimiento de personajes determinantes que impusieron formas de gobierno cuestionables, conflictivos y caóticos. Todos ellos abrochados a un cinturón de seguridad común: el poder absoluto, la figura unitaria del caudillo que tiene como principio político los altos intereses individuales y, de rebalse, los de los que integran su cohorte.
Si en los siglos XIX y XX la figura del caudillo galopaba a caballo, con fusil y chaparreras, este siglo XXI arrojó caudillos posmodernos: con micrófonos, cámaras, ideologías, Facebook, Twitter y mucho más en sus manos. La masificación de sus pretensiones se hizo carne en la historia política de esta Sudamérica que nos tocó vivir a contrapelo de nuestras convicciones democráticas y conceptos claros de lo que es un partido político, un líder nato o, en definitiva, un hombre pragmático que cree en los demás, en los cambios trascendentales a través de la alternancia, la coparticipación y la democratización de la palabra y las acciones.
Max Weber define la autoridad carismática como una cualidad de una personalidad individual, que en virtud de la cual “es considerada aparte” de las personas ordinarias y tratada como dotado con poderes o cualidades sobrenaturales, sobrehumanas o al menos excepcionales para sus seguidores. Estas no son accesibles a las personas ordinarias, y pueden verse como de origen divino o al menos ejemplares, y sobre la base de ellas el individuo en cuestión es tratado como un caudillo por sus adeptos.
Hugo Chávez, y todos los que componían su comparsa, fueron producto de una terrible desarticulación social y política en el pasado, en sus respectivos países.
Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Brasil y Nicaragua, fueron abrazados por un gran deterioro en sus modelos económicos de desarrollo, incremento de su pobreza y una impresionante desigualdad social. Todo esto fue caldo de cultivo para gestar nuevos caudillos.
El caso de Bolivia y la figura de Evo Morales, como presidente segundo, reivindica un caudillismo del siglo XXI, no anda a caballo, pero sí interacciona con posmodernidades, usa estrategias que masifican su discurso a través de cierto carisma popular, esto, indiscutiblemente, se plasma en una sumisión de sus seguidores al jefe. Su dominio debe ser más importante que el dominio de las leyes. La ley debe tener límites, sus decisiones y órdenes, jamás. Por eso no cree en la alternancia democrática, esa medida lo haría un personaje fácil de despachar, contrariamente a lo que pretende el caudillo, retomar el poder a base de revueltas, subversiones, caos y así, una vez más pretender perpetuarse en el poder.
Evo Morales no cree en la formación de liderazgos y personajes de recambio, no promueve la alternancia como núcleo articulador y perenne de su propio movimiento social, eso contradice su posición de caudillo, de cabeza irreemplazable.
Evo se considera único e inamovible. ¡Sin él nada, con él todo! No cree en la legitimidad, en el apego a las leyes, en el disenso.
Su principal conflicto es la sucesión del poder, su poder. Su caudillismo no responde a un tiempo histórico trascendental y renovador, su sucesor no surge de una formación integral y de un consenso abierto y democrático, es elegido a dedo. Esto explica claramente que Luis Arce Catacora ejerce el poder por encargo, subyugado por las órdenes de Morales. Una suerte de cancerbero que se encarga de precautelar el sillón presidencial hasta que el Jefazo retorne lo MAS pronto posible.
El pasado martes 23, el huido, su pupilo y sus huestes, partieron de Caracollo rumbo a La Paz en una marcha absurda, desafiante y politiquera. Esa convocatoria refrenda claramente que Evo es el que manda al interior del mismo Gobierno. Amenazante, hace uso de su autoritarismo y de su enfermiza ambición de poder y se lleva por delante la figura del presidente, como si se tratara de un escudero que tiene la tarea de garantizar la marcha y los exabruptos que se pudieran cometer durante y después de la caminata.
Morales, Catacora y Choquehuanca, están en esa tarea de polarizar el país hasta el extremo. La intención está clara: dividir para reinar. Enfrentar para obtener. Subvertir el poco orden legal y social que existe en este país para alistar el retorno triunfal del caudillo al grito unísono de: Ave, Evo, morituri te salutant. Salve, Evo, los que van a morir te saludan.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.