¿Estamos todos bien?
Dolido porque sus hijos cancelaron a último momento su cita para pasar juntos la Navidad, Frank Goode decide desplazarse por distintas ciudades y visitar por sorpresa a cada uno de ellos. Ése es el argumento de la película Everybody's Fine (Todos están bien), protagonizada por Robert De Niro, que interpreta a un individuo rígido y perfeccionista, jubilado y viudo reciente, que sufre sorpresas ingratas cuando descubre que el hijo que presume ser director de orquesta es solamente un percusionista con escasa participación, la hija que dice haber formado una familia feliz está viviendo un divorcio tormentoso, la hija que actúa en Las Vegas tiene un niño pequeño que cría junto a su pareja lesbiana, y el hijo bohemio y pintor acaba de morir en México por sobredosis de drogas.
De vuelta a casa, devastado por la múltiple decepción y tras un problema con sus pastillas, Frank sufre un infarto en el avión.
Después del plantón, quizás no debía haberse esforzado tanto en buscarlos, digo yo, pensando en las fiestas que se avecinan, fechas que la gente se obliga a pasar en familia, es decir, con las personas con quienes comparte el apellido.
Sin duda, son muy gratas las reuniones cuando existe una relación sana y un afecto recíproco entre todos, pero cuando la familia es disfuncional y tiene la dinámica de los Goode, de los Gucci o de los Turpin, llama la atención el esfuerzo que hacemos por reunirnos a toda costa, afirmando que en estas fiestas —Navidad, principalmente— hay que pasar por alto todos los agravios recibidos —son frecuentes las historias de estafas, extorsiones, violencia física y psicológica entre consanguíneos—, trascender las diferencias —aunque éstas fueran estructurales—, comprar regalos (¡!), sentarnos en la misma mesa, compartir un pavo —generalmente seco e insípido, un animal difícil de cocinar—, chocar las copas mirándonos a los ojos y desearnos salud y éxito, conscientes de que después de esa breve tregua se retomarán las hostilidades.
De esa manera, sin ejercitar la mínima reflexión, uno aparece con una ridícula gorra de Papá Noel pasando Nochebuena con ese pariente político que no nos saluda en la calle y que en las reuniones familiares permanece mudo y con un gesto de aburrimiento, hasta que alguien le invita un whisky y entonces se pone muy locuaz y cuenta a gritos y palabrotas su participación en unas partidas clandestinas de póker donde se apuestan vehículos y departamentos; con la tía de ciento ochenta años que prefiere comer en la cocina para controlar que la empleada no se sirva un plato abundante ni abuse de las gaseosas y las galletas de champagne; con esa prima escandalosa que destila una felicidad empalagosa y nos dispara una cámara con flash, sin pedir permiso, cuando nos llevamos un pedazo de carne a la boca, con esa tía hippie recién llegada de Europa que, en plan chamán, obliga a todos a cerrar los ojos, agarrarse de las manos e invocar a los parientes fallecidos a través de la meditación mientras ella emite sonidos hinduistas.
Pasa lo mismo en nuestro cumpleaños, donde la lista de invitados obligatorios es tres veces más grande que la lista de invitados deseables. La falsedad que promueven las convenciones sociales nos impide aplicar el cernidor y celebrar solamente con aquellos individuos serenos y desfanatizados con los que se puede reír hablando de los ignorantes y enajenados que ocupan ambos extremos de la política boliviana, conversar sobre la filmografía de Wes Anderson, la última novela de Javier Marías o sobre los extraordinarios equipos que armó Marcelo Gallardo en estos años a cargo del River Plate. Y así resulta imposible tener una celebración sin invitar a ese pariente pesado que estudió business en USA, que habla en spanglish y trata a los bolivianos con desprecio —a pesar de que los frutos de su estudio sólo se reflejan en un restaurante de pollo frito—, o a ese tío “wawalón” que lucha por empujarnos contra la torta luego de que soplamos la vela.
Es un buen momento para reflexionar sobre el significado y la dimensión real de la familia. Mi esposa, psicóloga, comenta que ésta puede estar compuesta por un grupo de personas que no necesariamente comparten el apellido, pero sí una misma cultura —ideas, costumbres, tradiciones—, y cuyo relacionamiento contribuye a construir la identidad de cada uno de sus miembros y además los dota de un sentido de pertenencia. El significado de hogar es también más amplio, y está definido maravillosamente en la canción que Paul McCartney compuso para la película mencionada en un principio —“Home, the place where the truth lies waiting, we remember who we are” (“Hogar, el lugar donde la verdad yace esperando, y recordamos quiénes somos”)— donde, apenas se muestran como son y como en verdad somos todos —mediocres, únicos e irrepetibles—, Frank Goode y su familia se aceptan, se respetan, engranan y pasan juntos la siguiente Navidad, comiendo un pavo seco, sí, pero con gran satisfacción.
El autor es arquitecto, lemadennis@gmail.com
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE