Marchas y resacas
Y la marcha del MAS llegó a La Paz, hubo unos cuantos discursos efusivos, los adjetivos de siempre, una que otra amenaza de las habituales contra empresas y empresarios, y hasta unos cuantos lagrimones presidenciales para agradecer semejante demostración de respaldo, pero hasta ahí.
De los números, ni hablar. En el MAS dijeron que la marcha tenía más de 100 kilómetros, pero no revelaron que entre columna y columna de marchistas había varios metros de distancia, y entre movimientos sociales, algunos kilómetros. De modo que, siendo relativamente precisos, habría que señalar que fue una marcha como otras, porque a fin de cuentas solo alcanzó para llenar la Plaza de San Francisco en La Paz, que hasta en los mejores tiempos de la Unidad Democrática y Popular (UDP) no pasaba de 60 a 70 mil personas, un poquito más que el Hernando Siles, el estadio más grande del país (45 mil espectadores).
Otras crónicas mencionan las toneladas de basura que se acumularon en la ciudad, las desoladas oficinas públicas cuyos empleados tuvieron que marcar tarjeta callejera para no quedarse sin empleo, la enorme cantidad de dinero que se necesita para movilizar y alimentar gente y la sensación de tristeza que dejan siempre los espacios públicos cuando las “masas” desaparecen para seguir con la rutina de sus vidas.
La marcha no cambió nada. Una semana después, el presidente sigue teniendo los mismos problemas que antes del paseo social obligatorio y no compensa la soledad del poder ni con el abrazo solidario y fugaz de las multitudes, ni con las lealtades proclamadas de quienes lo acompañan en las testeras.
Tal vez porque en el fondo sabe que no todos los que acudieron lo hicieron por voluntad propia y que incluso el apoyo de quienes estaban a su lado está sujeto a una diversidad de condiciones, Luis Arce derramó unas cuantas lágrimas, de esas que solo registran los fotógrafos oficiales y que no figuran en las primeras planas de los diarios, porque nadie cree mucho en el llanto de los poderosos.
El día después de la concentración, Luis Arce volvió al silencio, ese que sienten los mandatarios cuando quedan a solas en su escritorio y calculan con más ansiedad que ambición el tiempo que todavía les queda por delante. Tal vez escuche como un eco el “Lucho no estás solo, carajo”, pero solo él sabe cómo de lejanas pueden estar esas palabras de la realidad. La soledad no es necesariamente una debilidad. Es un vacío que rodea a la silla de las decisiones.
Las marchas pasan, pero las secuelas quedan. Santa Cruz está más lejos que nunca del gobierno luego que desde la tarima de las vociferaciones algún dirigente sindical despistado amenazó con nacionalizar las empresas que crearon los cruceños. Son las voces que buscan el aplauso, el impacto de una frase, el “compañeros vamos a quitarles a los ricos sus industrias, aunque después no sepamos qué hacer con ellas”, “crear uno, dos, tres Vietnam y así hasta que todos se mueran de hambre”. Hablar es fácil.
Más allá de lo anecdótico, queda la sensación de que, en el fondo, los otros líderes de la marcha piensan igual y que, si se dieran las condiciones, no vacilarían en tomar ese camino. Los “nacionalizadores” no han desaparecido del todo, así sea de palabra, porque, de hecho, su experiencia ha sido más que mala. Tal vez por eso, el presidente no desmintió al jefe de la COB, ni ofreció una disculpa. Pueden más los enojos, los resentimientos y ese obsesivo deseo de revancha, que la sensatez para gobernar.
Hay una sensación de desorden en el país que solo se agrava con las demostraciones de fuerza. Cuando los noticieros internacionales se refieren a los eventos de la semana pasada dicen que Arce encabezó una marcha que fue organizada para respaldarlo. Parece un chiste, pero no es, porque ahí estaba el presidente, tan lejos del Palacio y tan cerca del desorden y el alboroto partidario.
Casi al mismo tiempo, la exnovia de Evo Morales salía de la cárcel “por buena conducta” y “vocación de trabajo”. Gabriela Zapata cumplió parte de su condena por el delito de legitimación de ganancias ilícitas y dejó el reclusorio del barrio de Miraflores, en La Paz, solo a condición de que no se acercara a nadie que hubiera formado parte del escándalo.
La sospechosa principal de organizar una red de tráfico de influencias para beneficiar con millonarios contratos a una empresa China parece que tiene más derechos que una exmandataria, Jeanine Áñez, a quien se acusa de haber sido parte de un golpe de Estado inexistente y permanece encerrada “preventivamente”. Así es el desorden.
A los pocos días de la marcha, el gobierno socialista dejó en la calle a trabajadores de la administradora de aeropuertos (Aasana) y puso en riesgo la seguridad aeroportuaria porque necesitaba reestructurar la oficina sin huelgas, ni conflictos. Al más puro estilo del manual liberal, dispuso la creación de una nueva entidad para absorber a menos personal que el que tenía la otra y así matar dos pájaros de un tiro. ¿Y los problemas legales? Ya se resolverán en el camino.
Los pendientes suman para Arce. Queda por delante la seguramente ardua discusión con municipios, regiones y universidades sobre los alcances de la Ley del Plan Nacional de Desarrollo. Los acuerdos no serán fáciles, porque están en juego dos visiones contrapuestas sobre la forma de administrar el Estado. No es fácil negociar después de haber insultado y eso lo sabe más que nunca el jefe de Estado luego de la pasajera euforia y los gritos de la plaza de San Francisco.
Lejos del ruido de las manifestaciones, las noticias no dejan de ser “bulliciosas”. Dicen que las reservas de gas de los campos argentinos de Vaca Muerta nos dejarán sin mercado en muy poco tiempo y que la gallina dejará de poner los “huevos de oro” que puso durante la década bendita que llenó de plata las arcas públicas. El adiós a la era dorada del gas está muy cerca.
Si a eso se añade que hay una nueva variante de la Covid-19 (ómicron) que podría poner freno a la reactivación y devolvernos a los tiempos de las restricciones, el panorama que se pinta no es nada alentador.
El presidente se entera de todas estas cosas en la soledad de su despacho, donde los vidrios blindados impiden que llegue el ruido de las manifestaciones y solo se escucha el tintineo que hacen las cucharillas en las finas tazas de té que sobreviven de la antigua vajilla adquirida hace mucho más de un siglo por el presidente Montes.
No, las cosas no se resuelven con grandes concentraciones y Luis Arce lo sabe, sobre todo ahora que, después de un año de gestión de su gobierno, ya no pueda compararse con Jeanine Áñez. Solitario, ya solo le queda mirarse en su propio espejo. Es la resaca de las marchas.
El autor es periodista y analista
Columnas de HERNÁN TERRAZAS E.