Bitácora de la peste
Desde que empezó en Bolivia la peste china, en marzo de 2020 (léase la Covid), casi durante un año estuve escribiendo un diario contando todo lo que acontecía con la plaga, día a día, como hacen los capitanes de barco en sus cuadernos de bitácora, con mar calmo, mar gruesa o tempestad. Así me fui enterando que el virus salido de las entrañas de un murciélago enfermo en la lejana Asia había expulsado unos demonios mortales, que, luego de un guiso que con su carne lo comió un infeliz incauto, se propagaron por el mundo, matando a millones de personas y enfermando a otros muchos millones más.
Cuando la peste china llegó a Santa Cruz, lo cierto es que no creímos que fuera fatal, nos pareció exagerado. Empezó con la infección de una señora natural de San Carlos a quien hasta trataron mal pensando que fingía; pero luego fueron apareciendo algunos contagios, algunos enfermos, y pasadas unas semanas, algunos muertos. Poco al comienzo. Parecía que iba a ser una enfermedad de los arrabales, de las afueras; lo que era una idiotez, en vista que en Europa ya estaban falleciendo miles de personas, principalmente en España e Italia y luego en EEUU.
La Covid se presentó discretamente al comienzo, pero causando víctimas. Y los enfermos fueron sumando y las personas empezaron a preocuparse en serio. Pasaron siquiera dos meses antes de que la peste china no fuera como cualquier resfrío. Y cundió la alarma cuando se informó, a través del Sedes, que lo del murciélago enfermo había cundido en Bolivia. Era inevitable no estremecerse recordando la rata muerta en Orán, que encontró el doctor Rieux, en “La peste”, de Camus.
Por primera vez empecé a oír palabras desconocidas para mí, fórmulas crípticas, como ivermectina o hidroxicloroquina. U otras palabras que conocía, pero poco, como ibuprofeno, paracetamol, acitromicina, antifluidez, echinacea, zinc gluconate, magnesium ultra, vitamina D, y otros, más caseros, que había que aspirar o embucharse como el Mentisán, gárgaras de salmuera, inhalación de eucalipto, té de jengibre, manzanilla, limón y miel. Mas eso no era suficiente y atormentaba a un gobierno nuevo que tuvo que soportar, casi durante toda su gestión de un año, ese caos dramático que no permitía ni trabajar ni producir, porque hubo que dictarse la cuarentena para todos.
Esos remedios y pócimas seguramente que nos sirvieron para sobrevivir, pero las infecciones y decesos iban subiendo y Santa Cruz, por tener la mayor densidad demográfica, llevaba la vanguardia de lejos. No había camas en los hospitales ni por supuesto sitios en “cuidados intensivos”. Y mientras se anunciaban las llegadas de vacunas de Inglaterra, China, Rusia, EEUU y otras naciones, empezaron a fallecer la gente de nuestro entorno más inmediato: hermanos, primos, amigos. Vivíamos encerrados en esa cuarentena insoportable y empezamos a oír que llegaban vacunas a nuestro país, pero escasas. Llegaron Sinopharm, AstraZeneca, Sputnik, Moderna, Jhonson y Jhonson, pero tarde para muchos que habían tenido que entregar su alma a Dios. Algunos no pudieron esperar unos meses, unas semanas, para vacunarse y salvar su vida.
Hoy, seguimos enmascarados con el barbijo, lavándonos las manos con alcohol, y la peste parece ceder y de golpe reaparece mortalmente, como burlándose. Hasta los vacunados caen, aunque por lo general salvando la existencia. Y como la pandemia muta, como sus virus resisten y contraatacan, aparecen otros nombres en este lenguaje críptico que ya dejé de anotar en mi bitácora de la peste. Los legos, que somos el total de la población, oímos o leemos sobre anticuerpos sintéticos, términos misteriosos, inusuales, como el Sotrovimach, el Baricitinib o el Ronapreve, el Tociluzumab, el Sarilumab, el Ruxolitinib, el Tofacitinib, nuevos medicamentos inhibidores de la peste y a veces meros ensayos terapéuticos.
Ante este torbellino de males hace mucho que fui cediendo de escribir mi bitácora de la plaga, que no tendrá ningún interés bibliográfico, pero que mostrará, para quienes la lean algún día, una parte de lo que hemos sufrido —y estamos sufriendo— a consecuencia de ese murciélago enfermo que ha podido exterminar la vida humana sobre el planeta, que pudo lograrlo con sus mutaciones siniestras, si no era por la ciencia que trabajó día y noche para inocular a cientos de millones de personas. Otras han preferido no vacunarse, tomar mates de coca, comer pasto, masticar ajos crudos, no usar la mascarilla, pero eso ya está fuera del alcance de la inteligencia humana. No tiene remedio.
Columnas de MANFREDO KEMPFF SUÁREZ