La crisis mundial y nuestro carnaval
El mundo está convulsionado. En la agenda del planeta, a la pandemia, la crisis de la economía, se suma ahora la invasión rusa a Ucrania que crispa la tranquilidad de cualquier persona con sentido común, por la violencia y el riesgo a la paz que significa.
En el orden interno, como si ello no fuese suficiente, arrastramos una lista de circunstancias que tampoco nos tienen tranquilos; la justicia que aún no llega a hundirse totalmente y continúa como operadora de la represión; el doble discurso en torno a la economía, la negación sistemática del narcotráfico, la torpe e insostenible confrontación contra Santa Cruz, la corrupción galopante y un relato sobre golpe/fraude que seguirá por su carácter funcional.
Y en medio de ese panorama, Bolivia se da el lujo de tres días generosos de Carnaval con el respeto pleno a sus feriados. ¿Cuál es el fundamento que sostiene esa práctica tan peculiar?
Tendríamos muchos argumentos sociológicos, culturales y económicos. Podemos justificarlo desde la construcción simbólica, sincrética o apropiada de una manifestación que permea horizontalmente las relaciones humanas y es una actividad que moviliza las relaciones sociales y económicas de la base productiva de la sociedad por la masividad de su práctica.
A esos argumentos, hay tres que parece útil priorizar. La resiliencia con la que la sociedad boliviana enfrenta sus dolores y sus tristezas. El valor que le asigna a la cultura como generadora de excedente económico y simbólico. Y posiblemente, el más importante, la demostración de un espíritu abierto que tiene capacidad de superar sus diferencias para abrir un espacio de sosiego en medio de las dificultades.
Para que estas condiciones se conviertan en un instrumento colectivo permanente y más allá de Carnaval, necesitamos acuerdos colectivos que sean asumidos con esa cualidad, políticas públicas que los refuercen y compromisos firmes que nos permitan lograr metas voluntariamente pactadas. Convertir el turismo en un objetivo de Estado, construir un modelo de seguridad alimentaria competitivo que aproveche territorios abandonados y ciudades intermedias como nodos de desarrollo, y cultivar un cafetal del tamaño de Bolivia, por ejemplo. Cuando todo esto supere el compungimiento pecador del miércoles de ceniza, habremos superado la coyuntura que termina en el pedido de perdón por el desborde de la alegría.
El autor es director de Innovación del Cepad
Columnas de CARLOS HUGO MOLINA