Reivindicación de la pereza
A veces no tener empleo es mejor que tener uno nocivo. Muchos llegaron a esa conclusión al reevaluar su vida y sus objetivos durante la pandemia, un suceso traumático que nos forzó a distanciamos de nuestro trabajo, dueño de nuestro tiempo y nuestra mente, destinatario de lo mejor de nuestro esfuerzo y creatividad, origen de nuestras preocupaciones más profundas y del estrés que nos carcome.
Frente a la obsesión enfermiza que tenemos con el trabajo, personajes renovadores provenientes de la academia, el arte e incluso la religión, cuestionan algunos de los principios fundamentales de la vida moderna. ¿Acaso la existencia no tiene sentido sin un empleo? ¿No será posible tener estatus y relevancia en una sociedad sin ser un profesional exitoso? ¿Y si el ejercicio diario de un oficio remunerado no es el único uso valioso de nuestro tiempo? ¿Es tan urgente atender los mensajes que nos llegan al celular a la hora de la cena? ¿Es más importante estar en una oficina, sentados frente al ordenador, que asistir a un evento de nuestros hijos, tomar un café con nuestra pareja o visitar a un pariente enfermo?
Pero lo que está sucediendo en Estados Unidos es un ejemplo de que esta situación está comenzando a cambiar. Actualmente, tiene un promedio de 10 millones de puestos vacantes y se proyecta que varios millones de personas tienen planeado renunciar a sus empleos en el corto plazo. Esto —además de desconcertar y moverles el piso a los jefes, acostumbrados a que los empleados atiendan de inmediato sus necesidades y caprichos— demuestra que mucha gente se hartó de vivir para trabajar, recuperó la soberanía sobre su tiempo y decidió correr el riesgo de salir del molde para intentar que su paso por el mundo sea más grato. No es que estén en contra del trabajo —que puede ser satisfactorio y además es imprescindible para sobrevivir y mantener a la familia—, sino que sostienen que el descanso no debe ser considerado un lujo y que se vive mucho mejor cuando le damos a nuestra salud integral la importancia debida.
Si nos despojamos de la moral puritana —que afirma que la pereza conduce a la condenación—, aquél es un proyecto muy razonable porque, aunque miremos con esperanza hacia un futuro pospandémico, seguiremos viviendo en un planeta caótico, con alarmantes alteraciones climáticas y guerras devastadoras, controlado por políticos y empresarios corruptos, policías atropelladores y jueces corrompidos; un mundo light donde los pensadores más aventajados son desplazados por oradores motivacionales, influencers que publican videos estúpidos en TikTok y predicadores vende-humo.
La pereza ha sido estigmatizada desde tiempos remotos. No es casualidad que la palabra inglesa “lazy” (perezoso) provenga de “laisch”, que en alemán significa débil, y también de “lesu”, que en nórdico antiguo significa falso o malo. Entonces, cuando llamamos a alguien perezoso, señalamos que es demasiado débil para ser productivo y al mismo tiempo lo acusamos de fingir su debilidad para librarse del trabajo.
Pero la pereza no es solamente la falta de trabajo o una manera de evitarlo, sino también un medio para disfrutar de las cosas simples de la vida: el sonido de un arroyo, el olor del café, el calor del sol, conversar con un viejo amigo, abrazar a un ser amado; recostarse en un sillón para leer una novela o en el pasto para observar las nubes, sin urgencia, sin mirar el reloj para no llegar tarde a una reunión, sin sentir la vibración del celular en la pierna, son acciones inofensivas, trascendentes, que nos ayudan a encontrar sentido y sobrellevar la vida.
A mis pequeñas hijas les enseño a disfrutar la quietud, la calma, el silencio y, sobre todo, a no postergar la felicidad para cuando su cuenta bancaria alcance las seis cifras. Hasta ahora todo va muy bien.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE