Populismo latinoamericano
“Populismo”, entre matices, discursos y entre lo aceptable y declinable. Al día de hoy hablar de este término evoca una gran responsabilidad de teorización, aspecto que a la falta de rigurosidad en su análisis desemboca en un desenlace poco comprensible y difícil de delimitar; es así que podríamos intentar procesarlo desde el enfoque tradicional y trillado del maniqueísmo de derecha e izquierda (una manera apresurada y poco responsable), desde una ideología o estilo político, entre lo ambiguo democrático y lo autoritario, como un fenómeno de crisis estructural a lo tradicional, diversas características entre los gobiernos de turno latinoamericanos.
“El pueblo y el líder carismático” es el meollo de la construcción discursiva a la cual apelan los populistas, por encima de la representación institucionalizada, apoyados en el nacionalismo, en la intervención estatal, en prebendas a sus seguidores, en una laxa rendición de cuentas, donde los mecanismos institucionales de las democracias representativas y la separación de poderes son un “impedimento” para que la voluntad popular encarnada en el “líder” pueda desarrollarse en los términos y condiciones que así lo establecen.
Es el discurso idealizado por quienes pretenden poseer las características más nobles, auténticas, no cuestionables, puras, acompañados siempre del pueblo, y se sienten un concentrado de virtudes, de sentido común, de lo justo, de lo necesario; ese líder carismático, surgido del pueblo, siente que porta la misión mítica de refundación y revolución, para alcanzar en su imaginario la segunda independencia y así forjar una democracia lejos de los vicios de lo liberal: son los verdaderos democráticos salvadores de la democracia frente a los políticos tradicionales, incapaces de expresar la voluntad popular.
Cuando un líder político se convence de que encarna la voluntad popular y además cree estar por encima de la legalidad, ¡ya no tiene límites! Una posición no tan distante a la figura de un “rey”, como el monarca omnipresente que encarnaba a Dios en la tierra, con un cuerpo natural y divino. El rechazo a la dominación monárquica dio como resultado el nacimiento de la democracia, en la cual el poder no pertenece a nadie, y los elegidos para ejercer la representación son encargados temporales de la autoridad pública, no poseen la verdad única y no son capaces de decidir lo que cada persona tiene el derecho de pensar, expresar, hacer y comprender.
El disenso será interpretado como una traición al pueblo, al sentimiento patriota, a la soberanía: es el enemigo que no compite, sino que “conspira”, es aquel sobre el cual focalizan la culpa, que amenaza al líder, al movimiento y pone en riesgo la estabilidad social y económica del pueblo.
Como consecuencia de la crisis estructural, esta ola populista emergió, permeó e irrumpió en el escenario político ante la crisis de los partidos, de las instituciones, de los acuerdos-alianzas tradicionales en busca de refundar la democracia, puesto que, más allá de su versatilidad de respuesta minimalista al contexto de las masas, será el ancla entre aquellos incautos creyentes del discurso disuasivo, pero en su mayoría de aquellos que harán lo necesario para mantener esa dinámica de vida a costa del Estado.
Al día de hoy les resulta inaceptable a todos aquellos que algún día ocuparon los altos cargos estatales y, por supuesto, a sus allegados no gozar de las dietas y los sueldos del Estado, pero ante todo y lo más relevante: no detentar el poder.
Columnas de ALEJANDRO M. DURÁN SARMIENTO