Gobiernos funcionales a la corrupción
La angurria por tener y conservar el “maravilloso instrumento del poder” constituye una fuente permanente de corrupción política. La confrontación ideológica no sólo necesita de las mejores ideas y un colectivo militante y motivado, sino también suficientes recursos económicos que permitan sostener un partido político con todo el costo que ello significa. Las exigencias son tales que mientras más se incrementa la actividad política, más se intensifica la búsqueda de fuentes de ingresos (incluso al margen de la ley).
En realidad, dinero y política, política y dinero, son dos conceptos que se atraen como si se tratara de polos opuestos. La clave de la unión está en la búsqueda del poder, que otorga los recursos económicos y las ideas. Dos medios para dominar a los hombres que, de forma lenta y azarosa, aunque nunca definitiva, se fueron escindiendo hasta hacer posible a los modernos Estados constitucionales, que siempre tuvieron claro esto: cuando los poderes (político, económico e ideológico) se funden, las libertades se asfixian. Ese abrazo entre la política y el dinero puede resultar mortal para las libertades y para el derecho a la información de los ciudadanos. Por eso, uno de los retos más desafiantes que enfrentan las democracias contemporáneas es el de controlar, mediante normas e instituciones, la irresistible tendencia de los poderes a fusionarse.
Los sistemas democráticos débiles, así como los gobiernos autoritarios, degeneran en corrupción pública. Desde la antigüedad se sabe que el gobierno despótico, en el que el presidente “es la suma de los poderes y la suma de las decisiones”, conforma el marco adecuado para el desarrollo de las prácticas corruptas. Sin embargo, no es el poder el que corrompe, sino son los individuos quienes corrompen el poder, pues éste es apenas un instrumento; además, el poder total genera “desmadres totales”.
La concentración del poder enceguece y enferma y, con inusitada frecuencia, “corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Los riesgos siempre aumentan cuando el gobierno se encuentra a cargo de una sola persona y de ahí la necesidad de separar los poderes de tal forma que se permita el control cruzado de la administración del Estado. No obstante, gracias a los abusos de la monarquía absoluta y los gobiernos autoritarios a lo largo de la historia, surgió la teoría de la separación e independencia de los poderes del Estado (todo hombre investido de autoridad abusa de ella... no hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación, etc.).
El sistema republicano constituye la forma de gobierno que limita y obstaculiza los actos de corrupción, al evitar que el interés personal de los funcionarios prevalezca sobre el bien común o general. Este gobierno constituye el sistema político, en el que al menos -en teoría- se conformaría el esquema más propicio para limitar y controlar el accionar corrupto de los funcionarios públicos, dado que se observa la virtud política como principio básico. En este sistema “todo ciudadano ha de tener un celo sin límites por el bien público” y se enarbola el respeto a la ley, el amor a la patria, al orden, a la obediencia y a la virtud. En cambio, en un régimen autoritario y populista, el gobernante se vale de todo, incluyendo la corrupción (generalmente la permite y fomenta entre sus acólitos), con tal de hacerse del “poder absoluto”. Estos regímenes representan el escenario perfecto para minar las instituciones y hacer florecer las prácticas corruptas a todo nivel.
El otro gran problema de la concentración del poder es que produce y reproduce el caudillismo, en el que el detentador del poder (el líder) se considera imprescindible para conducir el partido político y vive obsesionado con la búsqueda del poder y fácilmente pierde el rumbo del país y de la historia. Aunque también ocurren casos en los gobiernos democráticos, la corrupción siempre florecerá en la oscuridad del totalitarismo, del autoritarismo, del populismo y de las dictaduras, regímenes que limitan el poder a unos pocos sin tener que rendir cuentas al pueblo. La alianza entre los poderes “salvajes” y la opacidad sólo puede ser derrotada por la coalición entre la libertad y la transparencia.
Columnas de WILLIAM HERRERA ÁÑEZ