Peligrosos individuos verde-oliva
En cualquier ciudad de nuestro país, no pasa un día sin que una persona sea extorsionada por un policía. Su extorsión administrativa es tan común que el ciudadano ya la considera parte del trámite que debe realizar e inserta sin vacilar uno o varios billetes con rostros de Simón Bolívar, Túpac Katari y Bartolina Sisa en medio de los documentos que deja en la ventanilla de recepción. En cambio, la extorsión operativa es bastante más traumática y se da fuera de las oficinas, en escenarios oscuros y vacíos donde es inútil gritar. Allí, uno o varios policías, aprovechando la imagen de autoridad y de poder que les da su uniforme, extorsionan a gente indefensa a cambio de dinero, bienes o relaciones sexuales. El sujeto más avispado cruza de acera cuando se encuentra con un grupo de policías, temeroso como si observara una manada de perros rabiosos o a los Peaky Blinders saliendo de un bar.
El sujeto más sereno busca resolver sus problemas por sus propios medios, sin sentar una denuncia en la FELC ni marcar el 110 para solicitar una patrulla. Pero el sujeto más desprevenido cae inocente en la telaraña policial y entonces, desamparado y temeroso, termina por ceder a sus oscuras peticiones para que la pesadilla termine cuanto antes. En esta tormentosa realidad que nos azota desde tiempos remotos, no nos provoca sorpresa leer en la prensa sobre un escándalo de corrupción que tenga como protagonistas a aquellos peligrosos individuos verde-oliva, de mirada turbia y abdomen prominente —“comer como policía” o “beber como policía” son términos populares utilizados para describir un exceso—, que en lugar de garantizar la seguridad y el orden dedican todo su tiempo, concentración y creatividad para vaciar nuestros bolsillos y agredir nuestros derechos.
Así lo demuestran las noticias de los últimos meses, cuyos titulares podrían servir de “tagline” para venderle a Hollywood el guion de una película de terror: “Director de la FELC protegía red de narcotráfico”; “Policías antidrogas voltearon 800 kilos de cocaína”; “Policías encabezan banda de atracadores de viviendas”; “Policías violaron a niña de once años en un patrullero”; “Policías introducen sustancias controladas a las cárceles”; “Policías siembran pruebas y roban bienes en un domicilio”; “Policías trafican y venden vehículos robados en ferias y redes”. A pesar de todos estos hechos de corrupción dados en la gestión, su comandante afirmó recientemente, sin sonrojarse, que la policía boliviana es mejor que el FBI. Para alivio suyo, no basta con cambiar al comandante para sanear la institución policial. Como sucede en el Órgano Judicial, la corrupción en la Policía no es un fenómeno aislado que puede atribuirse a una manzana podrida.
En realidad, se trata de un cajón o de todo un huerto enfermo, pues los efectivos verde-oliva son parte de una amplia red delictiva conformada por abogados, fiscales, jueces y políticos oficialistas de alto rango. Por eso sonreímos cuando el Ministro de Gobierno declara que la reestructuración de la Policía ya está en marcha, pues hasta el más iluso intuye que —así como la reforma judicial o la elección del defensor del pueblo— este proyecto está destinado al fracaso porque persiste la injerencia nociva del Gobierno sobre instituciones que tienen que ser independientes. Los resultados de las reformas policiales en Hong Kong y Nueva York demuestran que, además de un proceso riguroso de reclutamiento y una constante formación ética para el personal, para combatir la corrupción policial se deben fortalecer las instancias de prevención e investigación al interior mismo de la institución. Sin embargo, no se puede dejar exclusivamente en manos de la Policía el autocontrol de la corrupción —el famoso meme de dos Hombres-Araña señalándose entre sí explica mejor esta afirmación—. Por eso se debe crear un órgano independiente, bajo la conducción de funcionarios civiles, que controle el procedimiento policial, aplique castigos a los infractores y responsabilice a rangos medios y superiores frente a los actos corruptos propios y de sus subalternos.
En lugar de levantar la porra, empuñar el arma y repartir bofetadas por doquier para exigir respeto —o recurrir a la censura, como intentaron unos graciosos oficiales con la película de James Bond, Quantum of Solace, donde el comandante de la Policía Boliviana recibe un cuantioso soborno—, la institución policial debe ganarse nuestra confianza a través de un trato profesional con el ciudadano y un comportamiento ejemplar, apegado a la ley, aceptando de una vez los sistemas de control, transparencia y escrutinio público. Los bolivianos queremos respetar a nuestra Policía, no aborrecerla.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE