No huyamos del cine
Perturbada tras haber visto una escena lésbica entre dos caricaturas, una señora se apresuró en publicar en las redes que no volvería a llevar a su hija al cine y que ningún padre responsable debería hacerlo, como si esa asombrosa caja oscura donde ingresamos para evadirnos brevemente de la realidad caótica en que vivimos fuera un escenario peligroso como Mariúpol, Alepo o Kabul. En Facebook, su grupo de pasanaku apoyó su propuesta, respaldó su lucha contra el adoctrinamiento y la incitación al homosexualismo al que dijo que nos somete el cine actual, y por poco no se armó un ejército homofóbico que saliera a incendiar la ciudad.
Qué solución más fácil aquella: prenderle fuego a todo lo que nos molesta, ofende o incomoda, volverlo cenizas que se dispersan en el viento y luego pretender que nunca existió. Un método parecido al de los señores alemanes de los documentales de History Channel, por cierto.
Sin duda, los niños necesitan orientación constante, pero es indiscutible que los principales responsables de su educación son los padres, no los abuelitos condescendientes, los profesores de escuela, piano, ballet o los mercenarios que enseñan Vale Todo. Su (mal)formación intelectual tampoco es culpa de la sociedad mediocre y sus instituciones corruptas, ni mucho menos del cine, ¡qué tontería!, eso es ya ir muy lejos. Ese tropel de impúberes malentretenidos, dedicados a masticar chicle y a mirar embobados la pantalla de un celular, es consecuencia del déficit de orientación, cariño e instrucción por parte de sus padres y nadie más.
No llevar al cine a los hijos o no mostrarles cine en casa —considerando que los cines nacionales tienen por lo general una pésima oferta— es privarlos de experiencias extraordinarias. Es quitarles la posibilidad de viajar en geografía y en tiempo, conocer realidades diversas y experimentar sacudidas emocionales y psicológicas sin parangón.
Por supuesto, como en todo en la vida, en el cine también hay que ser selectivos. En ese propósito, la orientación de los padres sirve de machete que limpia la maleza de oferta mediocre, llena de películas con color, olor y sabor a chicle, destinadas a las remolonas masas que exigen bloopers, sangre y héroes y villanos de estereotipo y no una trama ambiciosa que desafíe su intelecto de zancudo. La orientación continúa cuando la película termina y se abre un espacio de conversación y reflexión sobre ella: ¿El beso lésbico en la reciente Lightyear incita a la homosexualidad o enriquece nuestra visión de sociedad? ¿No deberían las hermosas Sirenita, Cenicienta y Blancanieves tener una aspiración más grande que ser cazadas por un hombre apuesto y de alta alcurnia?
El cine puede ser muy influyente en nuestra formación, darnos forma con golpes contundentes como los de un cincel contra un bloque de piedra. En lo que a mí respecta, estoy seguro de que tendría una errada idealización del éxito si no fuera por Citizen Kane, de Orson Wells, o una visión demasiado indiferente sobre la vejez y la muerte si no hubiera visto Amour, de Michael Haneke; que mi destino vacacional serían los festivales rave de Miami y no New York —“esa ciudad que aún existe en blanco y negro y que late al son de las melodías de George Gershwin”— si es que no hubiera visto las magníficas películas de Woody Allen, Martin Scorsese o Francis Ford Coppola, o que derrocharía mis ahorros frente a un crupier en Las Vegas y no en la maravillosa París, si la obra de Truffaut, Godard o Demy no hubiera sacudido mis sentidos.
Sin el cine, tendría otro oficio, otra pareja, no escribiría columnas insidiosas ni afirmaría que el sagrado Papa es una figura más del showbiz, igual que Lady Gaga o las hermanas Kardashian. Y, ante cualquier expresión de afecto que salga de los cánones del puritanismo, saldría indignado de la sala como esa señora intolerante, mamá de aquella niñita que, a sus cuatro años, sólo te concede el saludo cuando le das un chocolate y que en los cumpleaños se zambulle en las piñatas, repartiendo mordiscos y patadas como un Demonio de Tasmania.
No dejemos de estar alertas ni de tener sentido crítico, pero no huyamos del cine. Que la vida no se esfume sin habernos sumergido en ese hermoso océano de agua diáfana donde nadan las sirenas y abundan los tesoros, donde comprendemos mejor al otro y a nosotros mismos y aprendemos a sobrellevar con serenidad nuestro fugaz paso por el mundo.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE