Gracias, Camila
Tiene 11 años, pero bien puede pasar por una niña de 10 o nueve, por su figura frágil. Hasta que comienza a hablar. La voz suavecita, mirada dulce y sonrisa fácil esconde una ingenua madurez que de pronto nos sorprende a Carmiña y a mí. “No, no voy a quedarme con el cambio... se lo voy a dar a mi mamá, porque ella me da de comer todos los días, me compra mis cuadernos para ir al colegio”, nos dice agradecida y sin dejar de sonreír. Antes de que siquiera termine la frase, la que repite “¡gracias!” soy yo.
“Gracias Camila”, le digo y me explico. “Mi niña hermosa, soy yo la que debe darle a usted las gracias por esta lección que nos acaba de dar”. Siempre sonriendo, ladea un poquito la cabeza y me interroga con la mirada, sin comprender aún por qué. Y me explayo, incapaz de contener la emoción, en argumentos que dan fe de mi sincero arrepentimiento por mi absurda sugerencia de que se quedara con los tres bolivianos que debía darnos de cambio por la compra de las cuatro bolsitas de maní que acabábamos de hacer.
Sí, Camila recorre casi todos los fines de semana las sucias baldosas de la plaza 24 de Septiembre, cargando en el brazo derecho un gran canasto lleno de bolsitas con pipoca, papita frita, maní salado y dulce. “Pruebe, ¡todo es riquísimo!”, dice orgullosa al asegurar que es hechura de su mamá, con la que comparte la rutina de sábados y domingos. Otra lección más en solo unos cuantos minutos: habla del trabajo con alegría, sin sentirlo como una carga de la que debería estar liberada, por ser niña. Y más: sueña en grande.
“Voy a ser doctora”, sigue conversando con nosotras, entusiasmada con la improvisada charla. La acompañamos en el entusiasmo, sonriendo también, aunque luego le confieso a mi hermana que tuve que contenerme para no pintar de tristeza ese sol nocturno que es Camilia, matando el encanto que alimentan los sueños. Tristeza, sí. O tal vez más que eso, impotencia y rabia. Impotencia ante una realidad que desearía cambiar y rabia porque quienes tienen el poder y la obligación de trabajar en ese cambio, poco o nada hacen.
“Mirá qué contraste”, le digo a Carmiña. “Mientras Camila, a la que seguro le falta dinero para comer y vestir, cuida de no guardarse una propina bien ganada, otros -a los que no sólo les sobra dinero propio- no tienen reparo de apropiarse del dinero público”. Nada menos que del dinero que debería ir a solventar todas las carencias de las que padecen los millones de Camila que hay en este pueblo, en este país, en el mundo. Pero me quedo pensando en este pueblo, en los robos denunciados a diario en la administración pública.
Me quedo pensando en Camila, con su canasto de papa frita, maní y pipoca, recorriendo la plaza principal en busca de compradores, mientras sueña ser doctora. Pienso también en Ricardo, el hombre bonachón que se gana la vida como garzón y que, al igual que esta maravillosa niña Camila, no pierde la sonrisa mientras va atendiendo a los invitados de una fiesta que le es ajena, soñando sus propios sueños.
Pienso además en otro Ricardo, mucho más joven que el primero, pero igual de risueño, aunque su sonrisa tiene un sabor a melancolía que termina desbordándose una tarde, mientras me sirve el acostumbrado café que le pido cada vez que voy al local donde trabaja de mesero. Mi joven y nuevo amigo Ricardo me confiesa una tristeza, pero sin ese tono lastimero en el que yo misma caigo tantas veces, y me pide que le sugiera un libro, una lectura que le ayude a vencer la creencia de que no es simpático.
Otra lección, pienso, que me llega desde esos lugares que pese a contener tantas vidas, tantos sueños, tanta honestidad y luz, continúan marginados, relegados a la oscuridad, a la invisibilidad, por la imposición de una coyuntura dominada por la disputa de privilegios y de poder, a la que muchos nos sometemos de la manera más ridícula, en perjuicio de las Camilas y los Ricardos que insisten en ser sol, sonrisa y sueños. ¿Hasta cuándo?, pregunto mientras decido volver a la plaza, al café, a la calle, en busca de nuevas y más lecciones.
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