De croatas, yugoslavos y aroma a café
Ladislav Miljenko tuvo que inspirar hondo para contener la bronca contenida que cargaba en el corazón: su rabia y frustración se arremolinaban en un ovillo que crecía y se sacudía en un viaje de ida y vuelta entre su garganta y sus intestinos.
Abuelo de tres generaciones, empresario de antaño y jubilado en la actualidad, solía caminar apoyado en un viejo bastón español que alguien le regaló en el momento menos oportuno, pero que tiempo después, cuando se dio cuenta de que su equilibrio ya no era de fiar, supo aprovechar para sostener su mal llamada libertad.
—¡72 horas! —refunfuñó, al tiempo que entró al viejo café donde solía reunirse con quienes, como él, habían escapado de los horrores de la guerra.
Nikola Milivoj, su amigo desde la época de la revolución nacional, lo miró como quien mira a un nieto hacer berrinche: sin pena ni gloria, y hasta con algo de condescendencia.
—Tómalo como de quien viene —atinó a decirle mientras aún se evaporaba delante suyo el aroma a café.
—Es fácil decirlo —le respondió—, y no me molesta por mí, me enfada por mis hijos, por mis nietos y mi único bisnieto. Yo vine a Bolivia sin un centavo, y con trabajo y esfuerzo construí una empresa decente que hoy día es fuente de trabajo de decenas de familias bolivianas.
—Para gente como ésa no somos ni nunca seremos bolivianos —afirmó.
—Pero mis hijos aman esta tierra, mis nietos adoran sus montañas y sus bosques; no es justo que un hombre que hace mucho ha perdido la moral juzgue nuestro amor al país sólo porque mi apellido sea extranjero.
—Es que los políticos buscan salirse por la tangente —afirmó Nikola Milivoj—, es más fácil apuntar a temas de afuera en vez de aceptar que están podridos por dentro.
Los viejos amigos se sentaron en silencio mientras el vapor de sus cafés se elevaba en las alturas disipando los temas importantes: resolver el paro, volver a trabajar, sostener una economía saludable, tener políticos honestos, aumentar las posibilidades de crecimiento, dar estabilidad jurídica, tener elecciones limpias, ser un solo país y hasta vivir en paz.
Cuando se despidieron, los amigos se fueron sintiéndose más bolivianos que los bolivianos y más amantes de su gente que los propios lugareños. Porque amar a un país es algo que no lo define la ideología ni el radicalismo.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ