Fútbol, política y consumo
En los últimos días no hay espacio ni ocasión, real o virtual, donde no se aluda directa o indirectamente al Mundial de fútbol. Estuve en Ecuador cuando su equipo estuvo en el Mundial y hasta empaticé con las emociones que despertaba el deporte. Y para seguirme reconciliando con esa ola masiva, admití que puede ser un deporte conmovedor. Para rematar, recordé esa canción de Chico Buarque que convierte la pasión por el fútbol en un poema: “Parábola do homem comum/Roçando o céu/Um/Senhor chapéu/Para delírio das gerais/No coliseu”. Así voy comprendiendo por qué el fútbol emociona a tantos/as y en especial a los latinoamericanos/as.
Sin embargo, una cosa es el fútbol y otra su industria masiva. No puedo encontrar en el fenómeno mundialista de consumo acrítico algo que se parezca a una oda apasionada y desinteresada. Si bien, como analiza Eduardo Santa Cruz, el fútbol se sigue constituyendo como expresión de un espacio social articulador de identidades grupales, regionales y nacionales, la faceta mundana del mercantilismo generalizado, característico de eventos de la magnitud del Mundial, parece sobrepasar a aquellas connotaciones románticas del deporte.
No es novedad que el fútbol es una de las máximas expresiones de la industria de entretenimiento y los mundiales son la mayor manifestación de aquello. Desde las canciones pegajosas del certamen, pasando por el culto a las “estrellas” futboleras que adquieren status y dividendos semejantes a la farándula de Hollywood y terminando con la venta de chucherías relacionadas con la Copa, todo parece calculado para generar una “fiesta” de consumo que pague con creces las inversiones de verdaderas plutocracias.
A pesar de que los países anfitriones obtienen ingresos gracias al incremento del turismo durante el encuentro, me pregunto si será suficiente en comparación con la fortuna que implica la construcción de la infraestructura para ser sede del evento, ello especialmente en países de desigualdades abismales y necesidades más urgentes. ¿Y qué hay de las jugosas ganancias de la FIFA, organismo acusado más de una vez de turbios manejos?
Tampoco es menos contradictoria la relación del fútbol con la política. En el Mundial de 1934 en Italia, Mussolini se dispuso a demostrar el “poder” del fascismo. Algo similar ocurrió con la copa de 1978, organizada por la dictadura argentina. Estribillos como “veinticinco millones de argentinos jugaremos el Mundial” ilustran el intento de distraer a la masa local y a la opinión pública internacional en relación a la restricción de derechos y libertades y las graves violaciones a los derechos humanos que ocurrían en esos momentos, además de lavar la imagen del autoritarismo ante propios y extraños. Los militares y sus adeptos se dedicaron a realzar el triunfo de Argentina, mientras los alaridos de los torturados eran tapados por la celebración de los goles. ¿Y qué hay de la teocrática Irán donde hasta un futbolista está condenado a muerte por abogar por los derechos femeninos restringidos en pleno siglo XXI? ¿Qué hay de la preeminencia de los gestos y expresiones escandalosamente machistas, misóginas, homofóbicas, racistas, chovinistas y xenofóbicas de las que no escapan ni los actuales campeones mundiales? ¿Nos hacemos de la vista gorda de todo ello por no aguar la pasión futbolera?
Por supuesto, están los que argumentan sobre los efectos positivos intangibles del fútbol como catalizador de guerras y conflictos y como fuente de unidad planetaria y esperanza…y algo de razón tienen. Empero, aquello es justamente lo que implica la industria cultural. Un mercado de ilusiones, donde las mayorías tendrán que conformarse con sublimar sus sueños y necesidades para canalizarlas en el consumo, mientras unos cuantos seguirán manejando el destino de las naciones como fichas de ajedrez y más pocos todavía continuarán llenando sus bolsillos.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA