El presidencialismo boliviano
La detención política de Luis Fernando Camacho no sólo ha liberado los demonios en la gobernación de Santa Cruz, sino también ha desnudado la cultura presidencialista que existe en Bolivia, tanto en el ámbito público como en el privado. En lo público, si alguien intenta sobrepasarse o hacerle sombra al presidente del Estado, debe considerarse “hombre muerto” (políticamente hablando). Y en el campo privado, todo depende del presidente, hasta en los directorios más modernos y “democráticos”.
El presidente del Estado boliviano fue concebido en la Constitución Bolivariana (1825) como el sol… alrededor del que giran todos los planetas (el resto del poder Ejecutivo y el Estado en general). El Libertador Simón Bolívar proponía, en efecto, un primer mandatario como un jefe de Estado con cargo vitalicio y un vicepresidente elegido de una terna propuesta al Congreso por el presidente para asumir la responsabilidad de la jefatura de Gobierno.
El modelo original marcaba con claridad dos elementos: el presidente como símbolo de la unidad del Estado, como figura institucional incuestionable por su crédito y prestigio personal; y el vicepresidente era el encargado de la gestión de gobierno, del día a día, de la responsabilidad de la administración directa, por eso su rotación y alternabilidad.
La Ley de Organización Provisional del Poder Ejecutivo de 19 de junio de 1826, desarrollaba el referido régimen organizativo en el naciente Estado boliviano. El Órgano Ejecutivo venía siendo ejercido por el presidente de la república, concebido originalmente vitalicio e inviolable en el ejercicio de sus funciones y sin responsabilidad alguna.
El presidente de la república —decía Simón Bolívar— firme en su centro, da vida al universo. Y proponía que esta suprema autoridad debía ser perpetua, porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas. Más de una vez proclamó: dadme un punto fijo, y moveré el mundo.
Aun cuando aquí se descartó la presidencia vitalicia y el sistema monárquico, el Órgano Ejecutivo siempre ha concentrado el poder público, de tal manera que todo o casi todo depende del presidente del Estado. En lo político-administrativo se imponía una cadena de dependencia jerárquica que, partiendo del gobierno central, pasaba por los prefectos, seguía con los subprefectos, alcaldes y demás funcionarios de la incipiente administración pública nacional.
La ley reglamentó el régimen “presidencialista”, modelo que se ha mantenido invariable desde la Constitución bolivariana (art. 80): “El Presidente de la República es el Jefe de la administración del Estado…”.
Así, a lo largo de la vida republicana, el presidente ha ejercido la jefatura y representación del Estado y, obviamente, ha concentrado la administración del poder público.
Este estado de cosas, según Carlos Mesa, ha llevado a una cierta identificación de la figura del presidente con la del caudillo, por la tendencia del país a poner al líder político por encima de los programas ideológicos de partido o de grupo, y ha determinado que el presidencialismo haya perdido su sentido original para reflejar un verticalismo casi absoluto, agudizado en algunos casos por la personalidad particular del mandatario y por su larga tradición de gobiernos autoritarios que llegaron al poder.
La concentración del poder fue aún mayor en el gobierno de Evo Morales, porque había fusionado su condición de presidente del Estado, jefe del MAS y máximo dirigentes de las seis federaciones de cocaleros del trópico cochabambino.
En palabras de Mesa Gisbert, la tradición autocrática de nuestro pasado ha convertido en los hechos a la presidencia en un cargo “todopoderoso”, cabeza de un Poder Ejecutivo que fagocita todo, que no perdona a nadie, que utiliza a los otros dos poderes y los sujeta a su fuerza absoluta, que usa el Poder Judicial como un simple apéndice y que —mezcla de monarquía y dictadura— hace y deshace a lo largo del período de gobierno.
Al margen de lo que proclama la Constitución, el ejercicio del gobierno y del poder político se ha caracterizado por la concentración del poder total en el presidente del Estado y, en su caso, del gobernador o presidente del directorio.
Columnas de WILLIAM HERRERA ÁÑEZ