Niños, ya saben qué es la cirugía de reasignación de sexo ¿no?
El Ministerio de Educación intenta incorporar (aunque no se sabe exactamente qué tanto ni cómo) en la nueva malla curricular, temas relacionados con la educación sexual integral que, por lo que ha trascendido, contempla algunos asuntos propios de la ideología de género (definición que denota crítica y no desprecio como algunos resienten), bajo la idea de que los alumnos deben aprender estos contenidos no como una opción ideológica, sino como una cuestión de derechos humanos…
Alguien escribía hace unos días que esta nueva enseñanza es necesaria porque, “nos guste o no, los tiempos cambian y así como la sexualidad es cada vez más abierta, las opciones sexuales aparecen en todas las series de televisión”.
Pero pretender que tanto los profesores, como los padres de los estudiantes, se queden confiados en que este nuevo diseño escolar se concentrará sólo en una educación biológica ampliada, parece ingenuo. Más, si vemos cómo ha “evolucionado” esta cuestión en países como España o Argentina, que son nuestros faros (recordemos a los españoles que cocinaron nuestra Constitución y a los bienintencionados argentinos que guiaban a Evo).
En España, la “Ley Trans”, recientemente promulgada, advierte que “el Gobierno y las Administraciones educativas (…) en la formación inicial y continua del profesorado, incorporarán contenidos dirigidos a la formación en materia de diversidad sexual, de género y familiar de las personas LGTBI”.
Y hace poco, en Barcelona se llevó a cabo un taller infantil de travestismo, organizado por el ayuntamiento. En él, los niños construirían una versión distinta de sí mismos, (nuevo nombre, nueva vestimenta), y juagarían a ser Drag Kids, imaginando para ello, “tener un cuerpo diferente al que la sociedad impone”. El objetivo del taller era concienciar a niños de entre 6 y 12 años, introduciendo “la flexibilidad del género desde la plasticidad y el travestismo”.
Todo esto suena a ficción (no es ni ciencia, ni fe) sobre la que mal podría enseñar cualquier colegio. Hacerle pensar a un crío de 7 años que tiene la posibilidad de convertirse en niña apenas él lo desee; o “recordarle” a una nena de 11 que goza del derecho a abortar, todo como parte de una consigna para no fallarle al colectivo, es una aberración estatal que, de darse, justificaría el temor generalizado estos días.
El comentarista político estadounidense, Bill Maher, ironizaba a partir de esto: “Si los niños supieran lo que quieren ser a los ocho años de edad, el mundo estaría lleno de vaqueros y princesas. Yo quería ser un pirata. Gracias a Dios nadie me tomó en serio y programó una operación para sacarme un ojo y cortarme una pierna”.
Es que una cosa es el aprendizaje de normas generales de comportamiento, que incluyen —por supuesto— el reconocimiento y el respeto al otro sin importar su condición sexual; y otra, es incidir, desde una perspectiva de género y no desde una moral universal, en la mente de un infante para hacerle creer que tiene superpoderes para cambiar la realidad a partir de sus sentimientos. Algo así como que dos más dos es igual al número que más le guste. Y no, no preocupa “que los quieran volver transgénero”, como caricaturizan algunos; preocupa el adoctrinamiento con ideas ajenas y sobre todo, extranjerizantes, con las que —con derecho— no interesa comulgar.
La misma ley española advierte que la negativa a respetar la orientación e identidad sexual o expresión de género de un menor, por parte de su entorno familiar, se tomará en cuenta a efectos de valorar “una situación de riesgo”. Una situación que, si a algún juez se le canta, podría suponer la separación del menor de la familia; y la consiguiente suspensión de la patria potestad. Basta que el chiquillo se queje.
Parte de la libertad de los padres consiste en elegir la educación de los hijos con la que se sientan más cómodos; de ahí la elección voluntaria de una formación religiosa, de una laica, o de una más liberal. Es posible que el Estado recule (quizás frente a tanta protesta ya lo hizo) y estemos lejos de los absurdos ibéricos. Ya me preocuparé en su momento de perder la patria potestad por cuestionar a mi hijo de seis años si resuelve “con la madurez, firmeza y determinación” propias de su edad, cambiar su nombre por uno neutro o uno femenino. Mientras tanto, y siempre que él me lo pida, seguiré devolviendo el juguete de la Cajita Feliz que, por error, sea “para chicas”, sin hacerle creer que es un pequeño cavernícola.
La autora es abogada
Columnas de DANIELA MURIALDO LÓPEZ