Y, ¡dale contra la libertad de expresión!
La libertad de expresión constituye uno de los derechos fundamentales (inalienables, indivisibles e interdependientes) que nos asiste a todos los seres humanos y, resumiendo, comprende nuestra facultad para expresar y difundir libremente pensamientos y opiniones por cualquier medio de forma individual o colectiva, así como acceder a la información, interpretarla, analizarla y comunicarla o, según la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole.
No se trata de una concesión del poder, sino de un derecho fundamental que, por si acaso, debe más bien ser garantizado por el Estado y sus agentes. No está sujeto a censura previa —aunque sí a responsabilidades ulteriores, pero cada vez menos criminalizadas— y tampoco puede estar sujeto a restricciones indirectas, como el abuso de controles oficiales para papel de periódicos, asignación de frecuencias radioeléctricas o de TV, pautas publicitarias arbitrarias u otros, usadas para vaciarla de contenido.
Dado el fabuloso desarrollo de los medios de comunicación y de las redes sociales, actualmente es casi imposible intentar siquiera aplicar alguna censura previa, aunque no faltan los temibles comisarios de la libertad de expresión, que por ejemplo en grupos de WhatsApp conminan al administrador para que ipso facto expulse a tal o cual, por haber publicado alguito que no les gusta, no les conviene o les remueve la conciencia.
Peor aún, en el ámbito público son recurrentes los intentos de los distintos gobiernos para atentar contra ese derecho fundamental. Van desde los denominados chilling effects (paralizadores, persuasivos o amenazadores), la omisión de establecer legislación anti Slapp (acrónimo que significa, por sus siglas en inglés, demanda estratégica contra la participación pública, N. del E.) para evitar que los poderosos usen la administración de justicia con el fin de escarmentar a los opinadores o a quienes hacen periodismo de investigación o, burdamente, las venganzas y represalias públicas o privadas en contra de quienes, sencilla y llanamente, no pensamos como quienes se creen dueños del mundo y de las personas, y cometemos el gravísimo pecado de difundir nuestras ideas.
Y es que el poder está permanentemente conspirando contra este sagrado derecho del soberano. La historia nos recuerda, a lo largo de todos los gobiernos, intentos para vaciarlo de contenido. Ya durante la dictadura banzerista, se intentó sin éxito meterle no más una norma mordaza y así sucesivamente hasta el presente, con diversos pretextos —la demagogia siempre intenta disfrazarse de buenos propósitos.
El actual —dudo que sea el último— está intentando desde diversos flancos hacerlo. Si bien un trasnochado proyecto para regular y especialmente castigar el ejercicio de la libertad de expresión, en nada menos que las redes sociales, dice que habría sido retirado por su ponente (“más desubicado que marisco en mondongo” dixit Poppe), otro(s) están aún en alguna comisión de la Asamblea Legislativa Plurinacional, so pretexto de cumplir compromisos internacionales e incluso, alguno tuvo el tupé hasta de apodarse para el cumplimiento de esos compromisos… ¡en materia de derechos humanos!
Obviamente, la libertad de pensamiento plasmada en la de expresión es un derecho humano inalienable, es decir, que no se puede privar y peor, vender o sacrificar. Está en todos los instrumentos internacionales de la materia y la jurisprudencia vinculante para los agentes estatales de la CIDH tiene una impresionante cantidad de doctrina que impide al poder lincharlo, aunque a los ocasionales poderosos ganas no les falten.
Si bien el derecho está franqueado en favor de absolutamente todos los seres humanos, tratándose de los periodistas alcanza un mayor umbral de protección e, incluso, alcanza no solo a aquellas ideas que sean favorablemente recibidas o indiferentes o inofensivas por parte de la población, sino a aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o fracción del mismo, pues tales son las demandas del pluralismo: la tolerancia y el espíritu de apertura, sin ellas no existe una genuina sociedad democrática.
Entonces, la libertad de expresión resulta esencial para la realización de todo ser humano, es condición fundamental para la democracia y es operativa para el ejercicio de otros derechos, por lo que resulta inadmisible que de tanto y en tanto, el poder público, y hasta el privado, intente mañosamente vaciarlo de contenido, aunque —afortunadamente— con pocos éxitos, sí causan daños. Valga la ocasión, para urgir al soberano a estar siempre atento a defender este nuestro sagrado derecho fundamental. Gabriela Mistral decía: “En vano se echa la red ante los ojos de los que tienen alas”.
Columnas de ARTURO YÁÑEZ CORTÉS