El embajador y la metida de pata
Vaya a saber qué perversión inflamaba los sesos del embajador aquel que en su tiempo y momento supo meter la pata a diestra y siniestra, porque lo que a simple vista parecía que era, no fue, y lo que aparentaba querer, nunca llegó a ser.
Lo cierto es que su metida de pata logró que un sentimiento extremo, mezcla de nacionalismo criollo y orgullo indiano, se impregnara en el tuétano de cada ciudadano y en las vísceras de cada votante. O al menos así lo recordaba Ruperto Alcalá.
“Quiero recordar al electorado boliviano que si votan por aquellos que quieren que Bolivia vuelva a exportar cocaína, eso pondrá en serio peligro cualquier ayuda futura a Bolivia por parte de Estados Unidos”, había dicho el embajador allá por junio de 2002, y su mensaje, lejos de calar en la visión comercial del país o en los intereses liberales de la nación, rebotó contra un chauvinismo andino que hasta entonces se dividía entre el voto eterno por el pasanaku de los partidos neoliberales y el carrusel de corrupción en que se repartían las pegas y las licitaciones.
Quizás como resultado del fastidio que siempre provocó el imperialismo yanqui o por el agotamiento de un sistema que parecía no avanzar ni atrás ni adelante, el resultado de tales declaraciones desembocó en otra metida de pata, esta vez por parte de un electorado entusiasta con las fiestas, pero poco pensante a la hora de decidir su voto. Fue así que, de las tripas y entrañas de las élites sociales, asumió el protagonismo de una oposición emergente el dirigente sindical que emigró al trópico cochabambino, que asumió el poder nunca esperado y que recibió el impulso de las declaraciones del embajador gringo.
Ni Ruperto Alcalá, ni los vecinos del caluroso trópico cochala, pudieron imaginar por aquel entonces que el embajador aquel trabajaba para una izquierda latinoamericana impregnada de un castrismo lacerante y cuya estrategia comunicacional bien pudo haber incluido, entre otros cosas, las famosas declaraciones del diplomático que, lejos de ser una metida de pata, catapultaron al líder chapareño de un cuarto lugar en las encuestas a un segundo sitio, y luego llevaron al personaje defensor de la coca a quitarle al Capitán—que ya se daba por mandatario— el sitial privilegiado del poder.
El alma de Ruperto Alcalá, que por aquel tiempo había decidido votar por el cambio prometido, suspiró, no por las mentiras en las que se embadurnaba la política, pero sí porque él mismo murió en uno de los tantos altercados que promovió el presidente de los eternos 14 años, el mismo que nunca quiso soltar el poder y que, engolosinado por las reelecciones ilegales y por las artimañas de turno, supo mandar a su propia gente como carne de cañón.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ