Cocalero Apaza: ¿procedimiento abreviado o tortura institucionalizada?
Al cocalero César Apaza no le quedó más remedio que declararse culpable por un delito que se sabe que no cometió, con tal de no salir de la cárcel en caja (ataúd) según confesó expresamente; una prueba más del temible estado del arte del sistema de administración de justicia boliviano al que en esos procesos no le interesa cumplir con el verso constitucional de obtener la verdad real de los hechos juzgados, sino escarmentar al díscolo cumpliendo las órdenes partidarias de quienes les manejan los hilos y los tienen prostituidos por las migajas del banquete.
Muchos, inmediatamente, hasta han propuesto una reforma al procedimiento abreviado al que tuvo que recurrir esa víctima del sistema cuando, más allá del esclarecimiento de los hechos, debió estar en libertad desde hace mucho tiempo, no solamente por su deteriorada salud, agravada en su injusta prisión, sino por la inexistencia de elementos probatorios que cumplan aquello de la probabilidad de autoría o participación que exige el Código de Procedimiento Penal para determinar la detención.
Pero no, el sistema —putrefacto como está con operadores prostituidos en juristas del horror (salvando excepciones que, insisto, aun pese a todo existen)— le metió no más, hasta el inocultable extremo de públicamente propinarle tratos crueles, inhumanos y degradantes, lo que se conoce en términos coloquiales como torturas.
Precisamente la Convención de la ONU contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), ratificada por Bolivia según Ley No. 1939 de 10 de febrero de 1999, ordena: "Se entenderá por el término ‘tortura’ todo acto por el cual se inflijan intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero, información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”.
En el caso del cocalero —que obviamente no goza de las mieles del poder como otros (aunque en caída libre también incluyendo a su amo al borde del ataque de nervios)—, acaece que cuando ocurrieron los hechos, se les “armó” un proceso penal, y ordenó indebidamente su detención pues no habían elementos probatorios suficientes para hacerlo y, lo que es peor, dada su gravísima situación de salud, esos juristas del horror mantuvieron a como dé lugar su ya indebida y desproporcionada detención, a sabiendas que independientemente de la continuación de la causa era —hasta por sentido común y peor humanidad— correcto cesar hasta de oficio su detención.
Al final del día, como ha ocurrido en varios procesos de similar naturaleza (armados por la mafia que tiene sometido al Órgano Judicial y al Ministerio Público), habiéndole destrozado su proyecto de vida, no queda más que tratar de salvar lo que queda de los restos, confesando delitos que no cometieron y que la pervertida maquinaria policial, fiscal y judicial, no pudo demostrar más allá de duda razonable.
La doctrina enseña que ese tipo de tratos tienen como objetivo destruir deliberadamente, no sólo el bienestar físico y emocional de la persona sino también su dignidad y voluntad, alcanzando a las comunidades que pertenecen. Eso es lo que precisamente ha ocurrido en el caso del cocalero Apaza, completamente obligado a confesar un delito que no cometió, para así poder salir de la cárcel y recibir la atención sanitaria necesaria, además de darles paz a su madre y hermana.
Con todo, habrá que resaltar que el instituto del procedimiento abreviado, si bien no es una medida pacífica o no controversial pues implica la “admisión” de los hechos delictivos por parte del encausado para obtener un beneficio negociado con la acusación, trata de cuestiones de política criminal necesarias en sistemas de corte acusatorio oral; empero, para no pervertirse como en este caso, requiere de jueces probos e independientes y de fiscales objetivos, lo que aquí está claro que no existieron ni por aproximación.
No es entonces el procedimiento como tal el viciado, sino, una vez más, son los operadores a cargo del caso convertidos en juristas del horror los que le han propinado públicamente esos tratos crueles, inhumanos y degradantes aplicando el derecho penal del enemigo que no es derecho, sino todo lo contrario. Ya el Maestro Ferraoli sentenció: “El derecho penal se legítima, cuando la violencia que genera es menor a la que existiría sin su presencia”.
El autor es abogado
Columnas de ARTURO YÁÑEZ CORTÉS