La invalidez del Tribunal Constitucional de Bolivia (VII)
En el artículo anterior del 21/10/2024 nos referimos a las ideas de Carl Schmitt, quien sostenía que la Constitución no es jurídica sino política, por lo que su interpretación y su acción cautelar no pueden estar en manos de magistrados o jueces debiendo ser más bien responsabilidad de quienes gocen del mayor prestigio social y honestidad política, solo así -señalaba- se podría confiar en un “guardián de la Constitución”.
Contra las ideas de Schmitt reaccionó Hans Kelsen, clásico normativista, positivista jurídico, creador de la “teoría pura del derecho” y de la “pirámide jurídica”, aspirando a eliminar del conocimiento del derecho lo que no pertenece a lo jurídico, concepción metafísica que, al pretender aislar el fenómeno jurídico del resto de las cosas de la realidad, desconoce el relacionamiento y la interdependencia de los hechos y fenómenos de la sociedad. El desarrollo de la ciencia jurídica demuestra que no existe tal “pureza”.
La concepción kelseniana es normativista, presume que el “orden estatal” provendría de una “norma suprema” (jurídica), que sería la Constitución, cuando es a la inversa; en realidad es el Estado, el poder, el que determina su propio orden y con ello impone la “norma suprema” que le conviene. Consecuentemente, para Kelsen la Constitución es el fundamento del Estado y la base de su ordenamiento jurídico -cosa que casi todos creen-, por lo que se haría necesario asegurarle plena estabilidad diferenciándola de las normas inferiores (pirámide kelseniana) y crear un órgano que sea el “custodio de la Constitución”, ¿y quién debe ser el defensor de la Constitución?
Con la pregunta que planteamos surge un problema de la realidad. Kelsen considera que el Tribunal Constitucional (supuesto custodio de la constitucionalidad) no forma parte del Órgano Judicial y está alejado de la política; sin embargo, es creado, reglamentado y sus miembros nombrados por el propio Estado, ente naturalmente político.
En Bolivia, para mostrar (falsamente) que no interviene ninguna fuente política creadora y dotar de presunta legitimidad al Tribunal Constitucional, se ha logrado que los miembros del TC sean elegidos por el pueblo mediante el voto “obligatorio”, introduciéndose la artimaña de que sea el propio Estado, a través del Legislativo, el que “preseleccione” a los individuos de su confianza para que, de entre ellos, el pueblo no tenga otra alternativa que emitir su voto en favor de dichos candidatos, refrendándose así el Tribunal Constitucional como instrumento del poder político y desde luego económico, tal como fue desde su primera conformación en el país en 1998 en el que el Estado, a través del Legislativo, procedía a elegir a los “tribunos” mediante el “cuoteo” partidario.
Kelsen sostiene que “nadie puede ser juez de su propia causa”: el control de las violaciones a la Constitución dice que no puede ser encomendado a ninguno de los órganos estatales, cuyos actos deben ser controlados externamente, y para complacer esta premisa concibe que el Tribunal Constitucional no forme parte del poder judicial ni de ninguno de los otros órganos , cuando en verdad su dependencia (disimulada o desembozada) es evidente respecto del poder central, derrumbándose de este modo la premisa kelseniana de que “nadie puede ser juez de su propia causa”; es más, en el caso de la “autoprórroga” de los “custodios” de la Constitución en Bolivia, dichos “tribunos” son los jueces de su propia prórroga.
Por lo elemental y sencillamente expuesto en los siete artículos desarrollados, se infiere que en el derecho no existen fórmulas sagradas dadas de una vez y para siempre, que cada instituto jurídico responde a realidades concretas de tiempo y lugar, que lo que funciona bien en un país puede funcionar mal en otro. Parece que, en Austria, lugar de nacimiento de Kelsen, el Tribunal Constitucional con su siglo y cuatro años de vida funciona bien, los Estados Unidos con su dos veces centenaria Suprema Corte no requiere del Tribunal Constitucional.
En el momento de la instauración del TC en Bolivia, cuando la justicia era sujeto de las más acerbas críticas de la ciudadanía y su desprestigio había llegado a términos inenarrables, me tocó desde el Parlamento, a partir de 1992, experimentar la creación y funcionamiento de este Tribunal con la enorme esperanza de que la institucionalidad se recobrara. Me reuní con el presidente del primer y también novísimo Tribunal Constitucional de España, Manuel García Pelayo, a fin de cobrar las experiencias allá alcanzadas; escribí en 1996 el único libro sobre este tema, cuando nadie escribió una sola letra al respecto, excepto un exmagistrado de la Corte Suprema, que oponiéndose a esta creación defendía su “liderazgo judicial” en la instancia en la que con soberbia la Corte Suprema se autoproclamó “Poder de Poderes”, en cuyo final de mi obra con dudas pero con esperanza dije: “El paso ha sido dado y el éxito o fracaso de la augusta misión otorgada al Tribunal Constitucional, dependerá del comportamiento cívico con el que obren los hombres públicos, jurisconsultos y ciudadanía en general.”
Hoy me duele decir que hemos fracasado estrepitosamente. El Tribunal Constitucional no es compatible con una sociedad atrasada como la nuestra. Es un peligro para la débil institucionalidad del país y para la existencia misma de la República, tal como abrumadoramente hoy se observa, sean quienes sean sus magistrados y sea cual sea el gobierno en el poder. Es un imperativo cívico abolir la norma de la existencia del Tribunal Constitucional.
Columnas de GONZALO PEÑARANDA TAIDA