Natalie Portman, diva del pop y del narcisismo millenial en “Vox Lux”
El joven cineasta estadounidense Brady Corbet vuelve a escena con “Vox Lux”, un filme que podría haberse titulado “La infancia de una líder pop”. Como ya hiciera en su ópera prima, Corbet observa en “Vox Lux” el crecimiento de un personaje, interpretado por Natalie Portman, sobre el que confluyen las tensiones y contradicciones de su tiempo, en este caso los albores de un oscuro siglo XXI.
Resumen
Después de sobrevivir a un ataque que remite directamente a la matanza del instituto de Columbine en 1999, la joven Celeste (Raffey Cassidy) se convierte en un fenómeno pop cuando una canción compuesta en el hospital, mientras se recupera de sus heridas, deviene un himno de reconciliación nacional en tiempos de luto. Pronto, el éxito llevará a Celeste hasta la cara más mercantilista de la industria del espectáculo, y en 2017, ya interpretada por una histriónica
Natalie Portman, el espectador la descubrirá convertida en un agujero negro de cinismo. “Mis canciones cada vez son peores, pero cada vez se venden más”, sentencia de forma arrogante la protagonista, devorada por la inmadurez y el narcisismo. Entregada a la apología de lo inmediato –“todo el mundo quiere algo nuevo y vacío”, defiende la estrella–, no es difícil identificar a esta diva de la banalidad como una portavoz de la América amnésica e ignorante soñada por Trump.
“Vox Lux” consagra a Corbet como un creador de atmósferas turbulentas y discursos fílmicos grandilocuentes. Empleando una gravedad y una estructura por capítulos que remite a varios títulos de Lars von Trier (de Dogvile a Anticristo), y combinando recursos estilísticos de diversas obras de Stanley Kubrick –de quien hereda su espíritu satírico y cínico–, Corbet decora su retrato del universo millenial con una rotunda banda sonora de Scott Walker, canciones compuestas por Sia y una distanciada narración en off de Willem Dafoe, que confiere al filme un tono de fábula macabra.
Un magnético envoltorio que, en cualquier caso, no consigue ocultar las limitaciones de la aproximación de Corbet al psicodrama más convulso. Convertida en una criatura monstruosa y caricaturesca, Celeste se eleva como una figura faustiana, despreciada y al mismo tiempo adorada por la cámara de Corbet. Una apuesta por un cine de escala mitológica en el que el espectador queda abandonado a su suerte, desprovisto de cualquier nexo empático con la protagonista o cualquier otro de los personajes que orbitan a su alrededor. Corbet confía en que la potencia de su imaginario visual sirva de vínculo irrompible entre la película y el público.
El éxito llevará a Celeste hasta la cara más mercantilista de la industria del espectáculo