Sobre Jaime Canelas: entrega y desafío a la muerte
Yolanda Bedregal
Poetiza y novelista (Escrito en 1961)
Como en tiempos antiguos y como todavía hoy en algunos pueblos, nos reunimos para llorar a un poeta. La llama del llanto se enciende cuando se apaga la de una vida y, a su cristalino resplandor, se hacen precisas las facetas que encerraron la forma liberada.
¿Es que lloramos una muerte en el sentido de acabar? No. La muerte es apenas el tránsito hacia otras dimensiones, ya sea en el sentido de la resurrección cristiana o en la reencarnación budista. Es sólo un cambio de condiciones dentro de la unidad del Universo. Lo que lamentamos es la corporal ausencia de un poeta. Se ha dicho y sentido –y los hispanoamericanos lo sabemos hoy más que otros pueblos— que el poeta es el verdadero representante de una época, es su rey sin corona o coronado de espinas, muchas veces. ¡Qué importa! Si vive en comunión con su Dios, con sus criaturas, con su tierra y firmamento, si escucha el mensaje del vuelo y de la piedra… El poeta vive, mientras que el ciudadano común, burguesamente, sólo se desvive en el afán de los bienes materiales y de falsa gloria.
Dice Hafmannsthal, el autor del auto sacramental “Cada cual”, que todo hombre se lleva hasta la tumba el secreto de cómo le fue posible vivir, vivir en el sentido espiritual. Y son muchos los testimonios de quienes penosamente alcanzaron la clave de dar su verdadero y superior sentido a la existencia. ¿Es verdadero el postulado de Francois Mauriac que dice que el artista dominará su obra, en la medida en que domina su vida? ¿O está en lo cierto Rilke que consideraba su vida como cosa aparte y sólo suya –tal vez un fracaso–, más su obra –esencia de sus mejores horas–como algo permanente que llevaba un mensaje? ¿Hasta qué punto se pueden o se deben separar el hombre y la obra? Por lo menos mientras están en la tierra, quisiéramos identificarlos como elementos inseparables. Pero tan difícil es ser en verdad poeta, como es difícil ser en verdad hombre. Quien a la vez fuera ambas cosas, sería un Francisco de Asís, para quien el Hermano Asno puede beber –sin perturbarse--la hermana estrella, en el agua que la refleja.
Muchas son nuestras culpas, nuestros errores muchos; pero el poeta tiene sus horas de gracia divina por y para las que vive. Ellas remedian cuando, al tocar nuestra conciencia, nos hace mejores, más justos y más buenos. Y ésta debería ser precisamente la misión de la obra de arte: conmovernos al punto de que el instante que sigue a su deleite, nos haya añadido un nuevo límite a la compresión interior.
Repasemos un poco los poemas de Jaime Canelas, arrancado a deshora del predio terrenal. ¿A deshora? ¿Qué sabemos de los designios de Dios? Todo a su tiempo está maduro para la vendimia de la muerte. Y Jaime lo sabía por las lecciones de su huerta en el valle de Paucarpata. Desde el amplio corredor solariego, él, Emma Salamanca, su noble, generosa compañera, y yo solíamos sentarnos al atardecer. Jaime llegaba de sus faenas campesinas, escoltado por sus perros retozones, con su apostura ágil de zagal moreno, briznas de yerba en el cabello. En el sofá antiguo, los tres teníamos por turno en las rodillas el cuaderno cuadriculado de poemas de Jaime, escrito con menuda letra colegiala.
Entre página y página, a pedido suyo, el comentario severo de mi parte; alegatorio de él; laudatorio de ella… Pero entonces un bullicioso coro de golondrinas irrumpía por las enredaderas de la baranda, pequeñas cruces azules santiguaban al vuelo los poemas. Y así, cerrábamos el cuaderno para escuchar la partitura abierta del paisaje, con su clave de sol declinante y sus notas verdes, moradas, amarillas. El ceibo secular imponía su abolengo sobre los chirimoyos, ulincates y pacaes; en la cuerda de la acequia se iban flores caídas del limonero, del heliotropo y del laurel. Contemplando este panorama, aprendió Jaime, seguramente, que todo sigue en rueda de “transfiguraciones”; que nada es prematuro ni tardío: el marchitarse de una flor, es promesa de fruto; y el podrirse una fruta, promesa de semilla. Por qué, si no, habrá dicho en un poema temprano:
---Comenzaré por fecundar mi muerte,
-Por retener la vida… ¡para otra muerte!
O en otros versos:
--Quedé esperando la hora de los muertos…
--Nace desmedida una protesta en mi silencio…
--Retornan los antiguos encuentros amortajadosy los lirios ya marchitos…
--Al orgullo le resta lo demás: ¡ir a la muerte!...
--Lanzarse en piedra recta al universo…
--Mi voz, mi valle de trigo y montaña,mi corazón de viento y lluvia…
Todas esas líneas de poemas veinteañeros, parecían, cuando leímos hace años El Joven Río (1952), juegos, escarceos con la muerte: Hoy (1960), con la distancia que impone la ausencia, nos damos cuenta que eran seriedad profunda.
Todas estas imágenes que, al releerlas, cobran justo relieve, están más acusadas aún en el segundo libro (Las Transfiguraciones), publicado en 1956. Ya su título señala el transcurso de su vida íntima.
Releyendo la poesía de Jaime Canelas hemos visto que encierra una conciencia de contenido y forma. Su estilo puede ser de hace varios años o de mañana. Sus versos están escritos en el idioma franco, normal, sin afectación, preciso, sin rebusca; el pensamiento y la emoción están presentes con sinceridad y van en ascensión al consuelo en el amor.
Otra vez os digo, como al comenzar, que la llama del llanto se alza cuando se apaga la llama de una vida. Al encenderla, esta tarde, resucita el verbo que Dios puso en labios de Jaime Canelas López.