Análisis sobre el clásico: La pequeña casa en la pradera
Mariana Ruiz Romero
Escritora, miembro de número de la Academia Boliviana de Literatura infantil y Juvenil
Un clásico se define por su perdurabilidad en el tiempo y su calidad literaria. Sin duda, en América Latina, muchos clásicos no se conocen a través de sus textos, sino a través de su adaptación a la televisión. Es el caso de todos los libros creados por Laura Ingalls, a quien conocemos como protagonista de la serie televisiva “La familia Ingalls”.
Sin embargo, Laura Ingalls Wilder existió realmente, y escribió maravillosos libros infantiles que nos relataron su infancia como hija de los “pioneros”. Aquellos que se atrevieron a conquistar el oeste americano, en sus carretas tiradas por caballos, y que se enfrentaron al clima, las adversidades y las tribus defensoras de sus territorios. Los pioneros se aventuraron hacia lo desconocido y, con la ayuda de fortificaciones con soldados, pelearon pulgada a pulgada, a lo largo de todo el siglo XIX, la conquista de todo el territorio norteamericano. Las tribus indígenas originarias fueron expulsadas finalmente y llevadas a vivir a “reducciones”, aunque no dejaron nunca de presentar batalla.
Sin embargo, los libros de esta larga serie autobiográfica están realmente dirigidos a los niños: muestran la sacrificada vida de los Wilder, desde sus orígenes en los bosques de Wisconsin, su periplo por las llanuras de Kansas y Dakota, hasta terminar establecidos en un pueblo construido enteramente por pioneros como ellos.
Sin duda el más famoso es el tercero, del que nos ocupamos en esta nota, publicado por primera vez en 1935. En él, el padre de Laura decide ir a algún lugar donde ya no se sientan tantos seres humanos circulando: le molesta el ruido de un hacha demasiado cerca, o las huellas desconocidas en la nieve. Así que, en busca de la más absoluta soledad, parte en una carreta con su esposa, sus tres hijos, su perro y sus caballos. Todas sus posesiones entran en esta carreta. Una estufita portátil, un arma de fuego, un azadón y un hacha bastan para que este hombre lleno de recursos encuentre sustento.
Así, tras una larga marcha, encontrarán lo que buscan en una pradera solitaria, cuyo techo son las estrellas. Deciden escogerla porque allí los animales no le temen a los humanos: las liebres se pasean por delante de la carreta sin temor alguno, y los pájaros no se alejan ante el estampido de un arma. Allí, los Wilder construirán una cabaña con sus propias manos, y el proceso es tan fascinante de leer como su relación con los elementos. La descripción de los animales, la magra comida, la inolvidable primera navidad, que se logra por el sacrificio de un vecino que se arriesga a ir al pueblo para traerles algunos dulces… ¡todo resuena tan distinto y mágico!
Al inicio, la niña protagonista está obsesionada con conocer un bebé indio, un “papoose”. Pronto una tribu regresará a esta pradera, para desconcierto de los Wilder, que no se imaginaban que construirían su casa tan cerca de uno de sus campamentos.
Y es que, a diferencia de los pioneros, los indios americanos no dejan huella alguna tras su paso, ni producen ruido cuando se acercan. Varias veces pasarán por la cabaña, a veces exigirán comida de manera violenta, otras comerán con la familia en silencio, sin poderse entender, la mutua desconfianza resonando en las mentes de todos.
Finalmente, los Wilder decidirán continuar camino. Antes de irse, verán cómo desfila ante la cabaña la tribu, que se dirige más al norte, con sus caballos sin riendas, montados a pelo, y todos sus enseres a cuestas. La protagonista verá finalmente a un hermoso niño, asomando sus ojitos negros desde la estera donde lo carga su madre. Y llorará lágrimas inexplicables para un adulto, lágrimas ante la belleza de un mundo que va desapareciendo ante sus ojos, tal vez, lágrimas ante la belleza de la naturaleza, ante lo desconocido.
Las descripciones de este libro son inolvidables, merecen estar en la mente de todos. Por sus contribuciones, Laura Ingalls recibió el premio Children’s Literature Legacy Award en 1954.