La muerte y el número
“La muerte y el número”, publicada por Plural Editores en 2020, tiene lugar en 1985.
La nueva novela de José Antonio Valdivia tiene como protagonista a Ulises Cruz, un joven biógrafo cochabambino, quien viaja a La Paz con la misión de hallar los restos óseos de Pablo Zarzal, escritor y político asesinado y desaparecido cinco años antes, en el golpe de Estado de julio de 1980. Restos que, según información confidencial, estarían escondidos en el Valle de la Luna.
Es una novela realista con ramificaciones fantásticas, mantiene, en todo momento, autonomía y limpieza ficcional. Este es el primer capítulo de la obra:
I Ulises Cruz en La Paz
Cuando Ulises Cruz llegó a La Paz, le invadió la sensación de pisar un mundo nuevo. O quizá, un poco más allá, otro mundo. Y, aun así, no haber finalizado su viaje. Transcurría agosto de 1985. Entonces, además de los coletazos últimos del invierno, un presentimiento adicional empezó a estremecerlo sin tregua: morir en tierra paceña, podría significar, a pesar de su nombre, no descansar siempre en paz. Peor si el cadáver desaparecía.
Ciudad emplazada a 3.640 metros de altitud, arriba del mar y sus playas azules, abundantes, tenía primero enrarecido el aire; después, le pareció, todo lo demás. Era su primer viaje hacia una altura que pudiera bien llamarse “techo del mundo”, con una misión solitaria e impostergable: hallar algún indicio, algo, mejor que nada, que toda esa incertidumbre acumulada durante años, acerca de los restos óseos perdidos de Pablo Zarzal, escritor y político asesinado. Y, con esos datos faltantes en manos, terminar de escribir la biografía, tan anhelada, acerca del desaparecido. Por eso, ahora, le parecía, le sorprendía, que todo lo demás, más que el aire insuflado a sus pulmones con alguna dificultad, estuviera como atrapado en una atmósfera alucinante, casi irreal. O, al menos, enrarecida.
Pasada la primera impresión espontánea, forastera, Ulises descubrió magia: sucesiones de paisajes metropolitanos modernos. Urbanizaciones distribuidas en la hoyada, concavidad inmensa, recortada en declives; barrios populosos desparramados, aquí y allá, entre colinas y laderas. Gente, vehículos raudos y más gente, en avenidas y autopistas serpenteantes a la sombra de rascacielos elevados, alarde me de acero y cristales. Calles empinadas, barridas sin pausa por la brisa helada, de cordillera; calles aromatizadas, a mediodía, por el vaho de la sopa caliente, y a toda hora, del café.
Abundaban edificios erigidos en niveles diversos, entre casonas tejados musgosos y balcones republicanos; calaminas opacadas por la herrumbre, a gotas frías, de escarchas matinales. Hacia el sud, el Illimani, monte de tres picos, con su cobertura de nieve milenaria, refulgente y casi móvil, cual si flotara por cuenta propia sobre la ciudad. Y, arriba, el sol, redondo, amarillo, alumbraba sin pausa en cielo limpio.
De día, la claridad del sol paceño, total y próxima, se repartía con generosidad unánime, sobre cristales panorámicos de edificios, fugaces capotas de automóviles, sombrillas de señoras, sombreros de señores. De noche, esa claridad persistía en la mirada de habitantes cosmopolitas, trasnochadores, deambulantes entre luces mercuriales y neones; rostros de pronto iluminados por la lumbre humeante de mecheros, en esquinas, emergidos de la penumbra y el anonimato, para saborear el corazón de ternera a la parrilla, la papa y el ají, de un anticucho al paso.
Ciudad de contrastes: calles palpitantes de movimiento, habitadas de voces, sonidos y ruidos; pero llenas también de conflicto. Muchedumbres de marchistas las congestionaban, día y noche, con el lento andar de sus movilizaciones y reclamos.
Que faltaba pan, leche, carne. “Gobierno hambreador”, coreaban sudorosos, indignados. Millares de obreros puño en alto, amas de casa que batían cacerolas vacías, mineros vociferantes entre detonaciones y humareda de dinamita. En cada esquina, en casetas de venta, los periódicos anunciaban: “Fin del Estado del 52”. Así era La Paz. Olía a historia, poder, política. ¡El motor del país!
Ulises se internó por calles y zonas de la urbe paceña, en busca de hospedaje y mesa, la más modesta y frugal opción posible, para su economía limitada. Lo hizo en recorrido moroso, de reconocimiento, abierto los ojos a la novedad y el encanto. A cada paso recordaba, sonriente, diminutivo de recomendaciones populares para contrarrestar el soroche de la altura: “Caminar despacito, comer poquito, dormir solito”.
Partió de zona central, plaza Murillo, kilómetro cero, el corazón de la ciudad. Plaza pequeña en tamaño, grande en acontecimientos históricos; encogida por el cerco de fachadas imponentes, la de Palacio Quemado, la Catedral Metropolitana y, entre pilares y cúpula, el edificio del Congreso. Descendió por calle Ayacucho, hasta el Obelisco; continuó por avenida Camacho, para conectar por una callejuela lateral con avenida 16 de Julio, y tomó luego por avenida Arce, para desembocar en plaza Isabel la Católica. Subió dos cuadras rumbo a avenida 6 de Agosto y, remontándola, se dirigió a plaza España y el Montículo, coto de citas románticas, para encontrarse en plaza Avaroa. Y prosiguió hasta plaza Isabel la Católica, otra vez, sólo para subir a plaza del Estudiante, transitando de nuevo por la 16 de Julio, hasta dar en la perspectiva de avenida Mariscal Santa Cruz, de sus cafés, que anticipaban la bienvenida con aromas tibios e intensos a desayuno familiar. Llegó hasta el Merlan (Mercado Lanza), al vaho de sopas condimentadas y comensales bulliciosos, donde niños, aferrados a la puerta de buses, coreaban, a voz en cuello: “El Alto, La Ceja, Villa Adela!”.
Y fue aún más allá, acelerado por la curiosidad, la emoción del descubrimiento, hasta llegar a calle Sagárnaga, saturada de ventas de artesanía y koa. Apresuró el paso por la Tumusla y, luego de unas cuantas callejuelas, acabó en La Triangular, en sus mesones con gusto a ajíes disueltos en hervores del fricasé. De La Triangular pasó, otra vez, a la Mariscal Santa Cruz; dio en el Templo de San Francisco y su monumental frontispicio barroco, la explanada de la plaza del mismo nombre y la contigua plaza Pérez Velasco, tradicional zona de concentraciones políticas. Y, casi por inercia, llegó a la autopista a El Alto.
Retornó por avenida Montes, para tomar por calle Yanacocha, el pasaje Jaén, hacia avenida Sucre y terminar en plaza Riosinho, al noroeste. Se dirigió luego a la zona de Miraflores, al este; tomó por avenida Bolívar, pasando por Las Velas, zona de bohemia y trasnoche; prosiguió por avenida del Ejército, a continuación, calle Obrajes, hacia Achumani, zona sud; llegó a San Miguel, Calacoto y Los Pinos, área residencial, verde y de aire templado, como el Valle Bajo cochabambino.
Ulises terminó exhausto, casi al anochecer, en avenida 16 de Julio de nuevo zona central. El Prado, de calzadas y aceras espaciosas cual playas, entre pregones de vendedores ambulantes, alboroto de bocinas, rugir de vehículos enfilados; flujos nerviosos de peatones, que lo repletaban en marejadas repentinas de vida y movimiento.
Mientras caminaba por el subir y bajar de empinadas calles paceñas Ulises consideró que, todo lo visto, escuchado, tocado, degustado y olido, lo comentaría en Cochabamba, con Fernando Zarzal, hermano mayor de Pablo Zarzal; con su madre, en la trastienda de Cerro San Miguel; tal vez, ante la presencia esquiva de su padre, en cualquiera de sus visitas esporádicas. Y, de modo impostergable, con Amaia Zarzal, en la placidez de su mansión, en Trojes, Tiquipaya; o en cualquiera de esos senderos contiguos, olientes a verdor y hierba floreciente, por los que ambos solían pasear. Lo comentaría con ella, seguro, en la intimidad de la confidencia y, tal vez, del abrazo.
Transitando por esas calles desiguales de la topografía paceña, Ulises recordó también, para decir “misión cumplida”, con el ánimo puesto en un inmediato y triunfal retorno a Cochabamba, corazón geográfico del país, las palabras de Fernando Zarzal, en el zaguán de su mansión de Trojes, Tiquipaya, campiña cochabambina. Palabras pronunciadas, en despedida, a propósito de la sede de gobierno y sus atractivos, la antevíspera de su viaje a La Paz. Entre sonrisas, recordó: “La Paz tiene tres maravillas: el Illimani, la marraqueta (en el desayuno, con café yungueño y quesillo) -había bromeado Fernando Zarzal, por cuya persuasión Ulises estaba ahora en La Paz, y... el regreso a Cochabamba”.
EL AUTOR
José Antonio Valdivia
(Cochabamba, Bolivia, 1960)
Cursó nivel secundario en el colegio Sucre. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Políticas. Realizó cursos de posgrado en Educación Superior. Docente de Economía Política y Filosofía Jurídica en la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba (UMSS).
Ha publicado los libros: Jorge Ruiz: Testigo de la realidad. Memorias del cine documental boliviano (1998), reeditado para difusión masiva en el marco del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, España, 2003 (tercera edición 2018); Adiós, siglo XX (2006), ensayos; Sonidos de la noche (2007), novela; La balada del hombre común (2008; segunda edición 2019), cuentos; Opiniones divergentes (2009; segunda edición 2018), aforismos; El Dragón de Komodo y otras fábulas incómodas (2020). Esta novela completa su diversa obra literaria.