Guardaparques: un oficio peligroso a pesar de los avances tecnológicos
Existe una profesión que implica vivir en mitad de la selva para cuidar de la flora y fauna amazónica alejada de la civilización. Son los guardabosques, que llevan una rutina como cualquier otro trabajo en la que se combinan los conocimientos ancestrales con tecnologías de monitoreo de especies y que implica una dedicación exclusiva a la naturaleza.
“Vale la pena. Si no hubiera guardabosques, todo el área estaría llena de actividades ilegales y las nuevas generaciones ya no conocerían algunos animales”, señala el coordinador de guardabosques de la ONG ambiental Junglekeepers, Yuri Caceres, al ser preguntado por lo sacrificado de su ocupación.
Guardabosques o guardaparques de concesiones de bosque amazónico en el departamento peruano de Madre de Dios patrullan a diario sus territorios para monitorear el estado del ecosistema: registran rastros de animales para estudiar su comportamiento y amenazas, el estado de especies vegetales, y lo protegen de la entrada de actividades ilegales, como la minería o la tala.
Mario Yumbato, de 52 años y natural de Iquitos, trabajó en una petrolera durante 20 años pero se crió en la selva, quiso escapar de la perforación y encontró trabajo como guardabosque en la concesión de Arbio.
Machete en mano, distingue todo tipo de verdes, diferencia el canto de cientos de aves, advierte el sutil movimiento de monos en árboles lejanos y encuentra de forma mágica huellas casi invisibles de cualquier animal que ha pisado el bosque.
Todo este conocimiento que Mario heredó desde la infancia va de la mano de herramientas tecnológicas que monitorean especies y hacen recuento para posteriores estudios o planes de protección.
Por ejemplo, Yolimar Igarza, compañera de Mario en Arbio reconoce que su momento favorito del día como guardabosque es revisar las cámaras-trampa instaladas en lugares estratégicos de la selva que vigilan los movimientos de la fauna y sorprenden a venados, pequeños felinos o manadas de cerdos salvajes.
Vida cotidiana
Yolimar y su compañera Majo Canelón se turnan para ir una vez al mes a la ciudad de Puerto Maldonado, que está a más de dos horas en bote y otro tanto por trocha, para comprar comida, gasolina para la embarcación y otros productos de higiene y logística.
Pero no es la soledad de estar aislado de la civilización entre felinos, serpientes venenosas o arañas lo que temen.
“Tenemos miedo a que nos secuestren, miedo a que nos maten. Miedo a que nos asalten en la concesión simplemente por eso, por saber que estamos diciendo la verdad o que hemos salido en los medios o que hemos puesto denuncias. Ese es el miedo del día a día”, dice en mitad del bosque.
Cáceres relata cómo una vez durante su patrullaje se topó con una banda de minería ilegal en busca de oro en el territorio que protegía y se sintió indefenso al no saber “cómo pueden reaccionar estas personas”, ya que normalmente van armados y ellos no.
“Yo solo iba con mis apuntes y mi cámara y ellos con armas, tuvimos que explicarles que no podían estar allí”, agregó tras añadir que luego tuvieron que informar a las autoridades de lo que estaba ocurriendo.
“No soy mucho de oficinas”, reconoce Cáceres que lleva diez años como guardabosques y que ha probado trabajar en la ciudad, pero siempre acaba echando de menos la selva. Su objetivo es ver un jaguar de cerca y todos los días se recuerda su sueño antes de empezar a trabajar.