Maupassant y el derrumbe de las ilusiones
Es la primera vez que leo a Guy de Maupassant y ya me parece un novelista genial. Una vida (Une vie), según varios críticos una de sus mejores obras (para Tolstoi la más grande novela francesa luego de Los miserables), es la primera obra que leí de este autor francés (en una traducción de Alberto Salgado publicada por la colección Grandes Novelas de la Literatura Universal, de la editorial Jackson, que estuvo bajo la dirección de Ricardo Baeza), que fue amigo de Flaubert y que, como es lamentablemente común en el rubro de los escritores, tuvo una infancia violenta, llevó una vida algo disipada, fue sexualmente desenfrenado y murió medio loco en medio de un mundo de fantasías. «Juana, habiendo arreglado ya su equipaje, se acercó a la ventana. La lluvia no cesaba». Tal es como inicia esta narración publicaba en 1882 y que retrata con pinceles naturalistas la vida de una mujer, desde su adolescencia hasta su vejez, encerrada en un matrimonio infeliz y salpicada de algunos momentos de alegría. La vida para Juana, sin embargo, guarda ciertas luces de esperanza en el horizonte, que le hacen mantenerse en pie, esperando, hasta que llegue la felicidad… si la muerte no llega antes.
Digna representante del naturalismo —es decir, sin veleidades ideológicas ni filosóficas, sino un fresco de lo que el novelista ve—, Una vida describe las peripecias conyugales de la protagonista, sin ingresar en disquisiciones subjetivas o de reformador, como sí lo habían hecho los románticos (como Victor Hugo). La curiosidad imparcial del escritor se devela en párrafos breves que no por carecer de apasionamiento ético o moral están desprovistos de riqueza literaria ante el espectáculo multiforme y paradojal de la vida. Como toda buena novela naturalista, lleva al lector a extraer sus propias conclusiones, sin estar influenciado por las creencias o el sistema de valores éticos de su escritor.
La narración, de corte fuertemente realista, contiene descripciones no solo del paisaje externo (la campiña o el mar, donde harán su luna de miel), sino además de la psicología de Juana, mujer libre y casta, que desea ardientemente ser amada y amar. Maupassant se aventura en el retrato puntual, cuidadoso, del espíritu de su protagonista: «No sentía esos arrebatos tumultuosos de todo su ser, esos locos alborozos, esa agitación profunda, esos síntomas del amor, de la pasión. Parecíale, sin embargo, que empezaba a amarlo, pues se sentía desfallecer pensando en él sin cesar. Su presencia agitaba su corazón, enrojecía ante su mirada y temblaba al oír su voz. Durmió muy poco aquella noche. Desde entonces el deseo de amar la perturbaba».
En este sentido, la destreza del autor francés también gravita en su capacidad de penetración psicológica para entrever lo que sucede en el corazón de una mujer, al mejor estilo de Dostoievski y Tolstoi. Las descripciones de las emociones y sensaciones que había entre ella y él (Julián, su esposo), en el lecho de amor y en el día a día, son realmente asombrosas: «No perdonaba a Julián el no comprender esto, de no tener esos finos pudores, delicadezas de instinto, y sentía entre ella y él como un velo, un obstáculo; advirtiendo por primera vez que dos personas no llegan nunca a penetrarse hasta el alma, hasta el más íntimo de los pensamientos, y que aunque marchen al lado, el ser moral de cada uno permanece eternamente solo y para toda la vida». ¡Brillante!
Una vida aborda uno de esos problemas humanos atemporales, uno de esos que hoy, en un mundo tan diferente de aquel en el que la novela se ambienta, siguen vivos en miles de parejas: las complejidades a la hora de enfrentar la vida conyugal debido al desconocimiento que se tiene de la pareja. Julián, el marido de Juana, resulta ser un hombre mentiroso, adúltero y metalizado, muy lejano del ideal de pareja que ella había albergado en el corazón desde jovencita. A ello se suman otros problemas referidos a sus padres y a su hijo, que la van acercando al abismo de la locura. Al final, el espíritu idealista de Juana, sus ambiciones personales vírgenes de la corrupción humana propia de la adultez, están marchitos, ya que los acontecimientos de la vida real, de la vida cotidiana, de la vida práctica, no son los que arma, quimérica e ilusamente, el cándido corazón de los seres humanos.
La obra bien podría ser leída en clave de protesta, pues Juana, atrapada en las rancias convenciones de comienzos del siglo XIX (el dinero, los títulos, los hombres), debe aceptar pasivamente el matrimonio que arreglan sus padres, aconsejados por un cura. Tampoco me cabe duda de que esta novela basta para poner a su autor en el panteón de los grandes, ya que sus pocos pero persuasivos personajes bastan para hacer el retrato de una vida compleja que pinta las crisis que aún hoy, en tiempos de algoritmos para citas exprés y mayor autonomía de las mujeres, siguen estando presentes.
Los grandes y mejores temas de Maupassant salieron de la misma vida del autor francés, tan interesante como intensa, una vida que, en lo íntimo, fue solitaria y vacía. Al final, su espíritu, como el de muchos otros creadores, quedó roto. ¿Será ese el precio que algunos autores deben pagar para concebir una obra como esta?
Una vida, que, como muchas otras obras clásicas, fue llevada a la pantalla grande, es de esas obras que marcan a un buen lector; con una historia sencilla pero profunda, logra llevarnos a un mundo con subidas y bajadas, con ráfagas de alegría y abismos de confusión, un mundo en el que, como se dice en la última línea y lo sabemos los que catamos tanto almíbares como acíbares, al final no todo es tan obscuro ni tan claro: «La vida, después de todo, no es nunca tan buena ni tan mala como se cree».