Cultura, investigación y ciencia: La Paz de inicios del siglo XX a través de la mirada de Mendieta
Cafés, hoteles, tranvía, alumbrado eléctrico, librerías y casas editoriales, periódicos, revistas e imprentas…; la nueva centuria se anunciaba luminosa. La modernización era la obsesión de la élite política e intelectual de inicios del siglo XX, que había tomado la batuta tras la victoria del Segundo Crucero, en la guerra civil que había enfrentado en el altiplano a conservadores contra liberales. El orden y progreso positivistas eran la brújula que, a través de la ciencia, debían guiar el curso de las sociedades; atrás debían quedar las costumbres rurales y tradicionales, las manías pueblerinas, los imaginarios coloniales, para dar paso a la modernización y la alta cultura, en todos los sentidos. Y en Bolivia fue la ciudad de La Paz, nueva sede de gobierno a partir del triunfo liberal en la guerra civil, la capitana de este proyecto de nación moderna.
Esa historia está contada en el libro Construyendo la Bolivia imaginada: La Sociedad Geográfica de La Paz y la puesta en marcha del proyecto de Estado-Nación (1880-1925), de la historiadora Pilar Mendieta Parada y publicado en 2017, libro que recoge la búsqueda de la modernización y la identidad nacionales a través de lo que significó el proyecto de la Sociedad Geográfica de La Paz, que sin duda fue la más importante de todas las que hubo en el país. Un proyecto, además, que se dedicó a la investigación de otros asuntos no necesariamente geográficos, vinculados, por ejemplo, con la lingüística, la etnografía, la historia y la arqueología. Sin el ánimo de idealizar el pasado, pienso que aquel proyecto de la Sociedad Geográfica y el aura artístico-cultural que bañó a toda esa época, fueron gloriosos para el país en su conjunto y seguramente irrepetibles.
El libro recoge los nombres y sus respectivas biografías de varios de los integrantes de la Sociedad Geográfica; las semblanzas de hombres que combinaron la investigación con la exploración como José Manuel Pando, explorador del noroeste boliviano y luego presidente del país, o Nicolás Armentia, intrépido clérigo que se aventuró por el Madre de Dios y selvas vírgenes habitadas por “salvajes”, desfilan por sus páginas. Aquel país anárquico e inestable que, en espíritu y por sus costumbres, no había dejado de ser colonial y estaba plagado de mitos y leyendas, luego de la traumatizante derrota del Alto de la Alianza, se dio cuenta por fin de que tenía que descubrir su esencia desde el conocimiento técnico y científico y de que debía conocer lo que sus fronteras, heredadas de la vieja Audiencia de Charchas, contenían. La historiografía nacional generalmente pone en la palestra de la atención académica a los prohombres de la política —área esta frecuentemente mezquina, si no miserable—, pero pocas veces hace justicia a los prohombres del pensamiento, la cultura y la investigación científica. Pero este libro los saca a la luz, y esa es otra de sus cualidades.
¿Cómo concebir que un país mediterráneo y acosado por sus luchas internas, revoluciones y problemas financieros pudiera tener una camada tan grande de intelectuales del calibre de un Agustín Aspiazu (científico), un Pedro Kramer (historiador) o un Manuel Vicente Ballivián (estadístico y geógrafo), todos empeñados en investigar de manera desinteresada y luchando por sacar adelante publicaciones de la calidad no sólo del boletín de la Sociedad Geográfica, sino de los numerosos periódicos y revistas en los que escribían? ¿Y, al mismo tiempo, cómo concebir un país con un gobierno liberal y con focos culturales tan destellantes (y hasta cierto punto progresistas) en el que, a la vez, había tanto racismo y discriminación? Antes de llegar a la presidencia, Bautista Saavedra, sagaz abogado, investigador y sociólogo, había dicho que Bolivia no era sino un artificial agregado de pueblos dispersos y sin conexión entre sí, y más bien enfrentados por odios recíprocos. En su obra cumbre, La democracia en nuestra historia, con una visión pesimista criticó la cultura política boliviana y tuvo la virtud de entrever los nuevos tiempos que se avecinaban: tiempos ya no de elitismo tradicional, sino de masas.
Si bien no se puede pretender que la historia sea coherente —pues de otra manera no sería historia—, sí debemos plantearnos tales preguntas y muchas más, para llegar a una mejor comprensión de los hechos y la conducta humana. Tales contradicciones están descritas en el libro de Mendieta. Aquel grupo de sabios que imaginaron la nación a partir de La Paz se plantearon número de preguntas referidas a la esencia boliviana, a su realidad presente, a sus perspectivas, etcétera, y sólo a partir de ellas construyeron conocimiento.
Cabe decir también que algunos de los intelectuales de la Sociedad Geográfica de La Paz eran voces críticas que trataban de hacer ver que ciertas cosas tenidas como verdades, no necesariamente lo eran. Uno de ellos fue Manuel Vicente Ballivián, quien, en un artículo de 1918 publicado en el boletín de la institución, dijo que era un error creer que el imperio inca fuera rico, populoso y civilizado, pues lo más seguro era que fuera cruel, tiránico y autocrático. Pero cabe también mencionar que varias conclusiones a las que llegaban aquellos hombres de ciencia y pensamiento fueron luego rebatidas por la misma ciencia; es el caso de Arturo Posnansky, que llegó a conclusiones cuestionables sobre la historia de lo que fue su obsesión de toda la vida: Tiahuanaco. En su descargo, puede decirse que casi todos ellos eran autodidactas y que todo su saber se lo debían a sus bibliotecas personales, ya que por entonces la oferta académica de la universidad pública se reducía todavía a unas cuantas carreras tradicionales, como Derecho o Medicina.
Mendieta elaboró un libro que sintetiza facetas poco conocidas de la historia boliviana: la cultural y la científica, que explican por qué La Paz se fue consolidando como el centro cultural y educativo más relevante del país. Conocer esa otra historia, la del pensamiento, que no es la de los fusiles, es vital para saber quiénes fuimos y quiénes somos.