Testigos relatan cómo fue la fiebre hemorrágica de 197I

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Publicado el 22/07/2019 a las 0h00
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La Paz, junio-julio de 2019, un campesino, una enfermera y un médico fallecen por un tipo de fiebre hemorrágica provocada por el arenavirus, luego la Ministra de Salud aclararía que se trata del tipo “virus Chapare”, tras obtener los resultados de los análisis de la Universidad de Atlanta.

Cochabamba, enero-febrero-marzo de 1971, una estudiante de enfermería y su tía, una enfermera y un médico mueren en el hospital Elizabeth Seton por una extraña enfermedad que, luego de los resultados de un laboratorio de Panamá, se determinó que se trataba de la fiebre hemorrágica.

Dos acontecimientos separados por 48 años que tienen bastante en común: la fiebre hemorrágica como enfermedad protagonista; los decesos de médicos y enfermeras contagiados en la práctica de su oficio; el pánico que genera lo desconocido y la rápida, letal y despiadada muerte y el dolor que genera en su entorno.

Del primer caso la prensa nos informa a diario porque es noticia actual, mientras que el segundo caso tiende a perderse en el olvido en la medida que sus protagonistas desaparecen o dejan de contar el terrible acontecimiento que llenó de pánico a una parte de los cochabambinos los primeros meses de 1971.

Dos médicos, Orlando Canedo Saavedra y Rubén Angulo García y una enfermera, Adela Torrico Guevara, testigos y protagonistas del ataque viral de 1971, nos cuentan cómo vivieron esos aciagos días o, con más rigor, nos cuentan lo que recuerdan de cómo vivieron esos días.

Don Rubén Angulo apunta que esos meses del 71 los micros y trufis que iban hacia Quillacollo no paraban en la puerta del Seton, “pasaban recto. Teníamos que caminar, dos o tres cuadras o un kilómetro para esperar un vehículo que pueda recogernos”.

Añade que incluso sus amigos no querían entrar en contacto con ellos por temor a un eventual contagio de la enfermedad. Angulo cuenta que esos días visitó a su primo y éste, muy sutilmente, hizo que sus hijos se alejaran.

En ese momento el galeno decidió no visitar más a ningún pariente, pues ya se sabía quiénes del personal médico, de enfermería y alumnas estaban en cuarentena y qué colegas estaban en observación. Había también un grupo que estaba en aislamiento. Y sobre todos ellos se creó un estigma entre la gente porque pensaban que ya tenían la enfermedad y podían contagiar.

Orlando Canedo, quien además escribió el libro “Historia de la fiebre hemorrágica boliviana”, cuenta que diariamente llamaban a la clínica para preguntar si aún estaba vivo o corrían rumores de que su familia, infectada con el mal, estaba internada.

En un pasaje de su libro escribió “pánico, eso era lo que vivía el personal del Hospital Seton en el Carnaval de 1971 porque se enfrentaba a un mal del que nada se sabía. Una vez identificado el agente causal, aumentó el temor. Toda persona que había pisado el hospital pensaba en la posibilidad de su contaminación y muerte”.

Incluso las autoridades sanitarias de Cochabamba y del propio Gobierno central intervinieron por la gravedad del caso. La gran preocupación era que la enfermedad se propague en la ciudad y eso apuró la declaratoria de cuarentena en el Seton.

Los Tiempos informó en marzo de 1971 que un grupo de policías resguardaba las puertas y el perímetro del nosocomio para evitar que gente ingrese o salga. Estaban prohibidas las visitas a pacientes. En ese momento no se sabía de qué enfermedad se trataba porque no había resultado de las muestras enviadas a Panamá.

La enfermera Adela Torrico agrega que el grupo al que pertenecía en el hospital no salió durante toda la crisis, “teníamos la misión directa de atender a los pacientes, fue un compromiso de las nueve alumnas que nos quedamos en el hospital”.

 

CUATRO MUERTES

La fiebre hemorrágica del 71 se llevó cuatro vidas en Cochabamba, tal como cuentan los propios protagonistas de ese acontecimiento. Las víctimas fueron Carmen Montejo, Mirna Salinas, el médico patólogo Donato Aguilar Chinchilla y doña Justa, la tía de la primera víctima.

Entonces con 32 años y en el auge del ejercicio de su especialidad como médico urólogo, Orlando Canedo Saavedra recuerda el día que llegó la primera paciente al Seton, el 19 de enero de 1971, se llamaba Carmen Montejo tenía 20 años y era alumna de la Escuela de Enfermería del Seton.

La recibieron en el hospital como paciente y se hizo cargo de ella su instructora, la enfermera Mirna Salinas. Estaba de vacación en Beni y la acompañaba su papá.

La enfermedad había empezado como una gripe, síntoma que desde el brote de San Joaquín era considerado como mortal.

Canedo recuerda que una vez internada la paciente empezó a empeorar e incluso llegó a tener una temperatura de 40 grados, dolores musculares, sangrado por las encías y la nariz. Se hicieron los tratamientos como si se tratara de una enfermedad infecciosa como la tifoidea y ninguno resultó, después de 28 días de haber contraído la enfermedad falleció y la familia se llevó el cuerpo a San Joaquín. Murió sin que ella ni los médicos supieran la enfermedad que la fulminó.

 

LA ENFERMERA

A los pocos días de la muerte de Montejo cayó enferma con similares síntomas Mirna Salinas Sempértegui, la enfermera que la atendió, quien también era instructora de la Escuela de Enfermería. Fue entonces, según Canedo, que los médicos se pusieron nerviosos porque comenzaron los sangrados por las encías, fiebre y dolores musculares.

Formaban parte del equipo médico que se hizo cargo de la paciente los urólogos Canedo, Jorge Torrico y Rubén Angulo. Pero ¿por qué tres urólogos?

 “A la fallecida alumna Montejo la atendió la enfermera Salinas, quien entró en un cuadro febril que nadie sabía qué era. Entre los varios exámenes que le hicieron encontraron signos de una infección urinaria, entonces pidieron una interconsulta con urología y el que estaba de turno era yo”, cuenta Angulo.

Fue entonces cuando el especialista decidió convocar a los otros urólogos del Seton, es decir a Canedo y Torrico para tener un diagnóstico completo. Luego de hacerle los exámenes descartaron que se trate de una infección urinaria.

Canedo añade que al examinar a la enfermera ésta se quejaba de dolor de encías y detectaron un sangrado. Luego empezó a fallar el riñón y pese a los intentos por salvarla murió a los 29 años, 12 días después de su internación.

Ya era la segunda muerte que ocurría en el Seton en pocos días y aún no se sabía cuál era la enfermedad.

La preocupación por el misterioso mal empezó a crecer en el hospital, ¿y si se trataba de una enfermedad hemorrágica contagiosa? ¿Quiénes podían haberse infectado? Los doctores Canedo, Jaime Montaño y José Pérez fueron los últimos en mantener contacto con la paciente.

 Para conocer la causa de su muerte era necesario hacer una serie de rigurosos análisis y ello requería practicarle la autopsia.

El patólogo del hospital, Donato Aguilar Chinchilla, sería el responsable de analizar el cadáver de Salinas y para ello pidió la asistencia de los doctores Canedo y José Pérez.

 

MUERTE DEL PATÓLOGO

“Tomamos todas las precauciones del caso para evitar una posible contaminación. Está por demás describir el estado de nervios en el que nos encontrábamos”, escribió Canedo en su libro publicado en 2001.    

Ahora, con poco más de 80 años y una brillante lucidez, Canedo guarda en la memoria todos los detalles de esa autopsia por las terribles consecuencias que trajo y cuenta: “Durante la intervención íbamos sacando tejido para las muestras. Cuando abrimos el tórax no podíamos sostener el pulmón que se salía y resbalaba de las manos del doctor Aguilar”.

Fue ahí cuando ocurre el primer accidente, “Aguilar me da el bisturí y me dice ‘voy a separar el pulmón de los otros órganos y tu cortas’ y cuando ya procedíamos se le resbala el dedo y le corto el meñique, unos cinco milímetros, pese a que estábamos protegidos con dos pares de guantes”. Inmediatamente sale Aguilar de la sala, se lava el dedo y se remoja en formol, luego de unos minutos retorna a la autopsia.

Y ahí es cuando ocurre el segundo y mortal accidente, “ya procedíamos a tomar muestras de los órganos del abdomen y al cortar el intestino grueso con el bisturí revienta una parte y salpica materia fecal a la cara del doctor Aguilar. En ese momento dejó definitivamente la autopsia, se jabonó la cara, que estaba recién rasurada y entre José Pérez y yo terminamos de cerrar el cuerpo”, recuerda Canedo.

Las muestras tomadas a la enfermera fueron enviadas a Panamá y mientras esperaban el resultado día a día crecía la tensión entre el personal del hospital que tuvo contacto con la instructora fallecida.

Días después ya nadie vio a Aguilar, se supo que enfermó con similares síntomas que la enfermera. Fue hospitalizado en los ambientes que tenían las monjas en la escuela de enfermería.

Llegaron los resultados de Panamá: se trataba de fiebre hemorrágica.

“Todos empezamos a temblar. Todo el personal que estaba en el hospital estaba en riesgo y comenzó a cundir el pánico”, recuerda Canedo.

Y agrega Angulo, “nos daban el permiso de ir a casa, pero con la condición que si presentábamos fiebre o cefalea, inmediatamente regresáramos. Teníamos el compromiso de ir al laboratorio todos los días para que nos tomen muestras”.

Fue en ese momento que empezó la cuarentena, los últimos días de febrero de 1971.

Adela Torrico recuerda que se tomaron todas las medidas de bioseguridad y se hizo un escudo epidemiológico “donde nosotras también estábamos involucradas porque hacíamos nuestras prácticas de formación”.

Paulatinamente la salud de Donato Aguilar se fue complicando. Un equipo médico al mando del doctor Aldo Paz hizo todo lo posible por salvarle la vida. El mortal virus de la fiebre hemorrágica doblegó la fortaleza de Aguilar y murió a los pocos días, el 7 de marzo de 1971. Según los expertos, el segundo accidente durante la autopsia marcó el destino mortal del patólogo.

Fue durante los días de la cuarentena que en el hospital Viedma ingresó una señora con síntomas de la fiebre, era tía de la primera víctima, Carmen Montejo. La paciente murió y no hubo más contagios.

Fue así como los tres testigos recordaron esos fatales días, hace ya 48 años.

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La enfermera Adela Torrico
LOS TIEMPOS

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El médico urólogo Rubén Angulo.
LOS TIEMPOS

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El médico urólogo Orlando Canedo.
LOS TIEMPOS

 

 

EL MATRIMONIO DE RUBÉN Y ADELA

Cuando estalló la crisis de la fiebre hemorrágica en el Hospital Seton de Cochabamba en 1971, Adela Torrico Guevara era estudiante de enfermería y Rubén Angulo García ejercía como médico urólogo. Ahí se conocieron y posteriormente se casaron.

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