Cada cuatro años

Columnas
Publicado el 16/07/2018 a las 0h00
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Al momento de cerrar la edición de este número de la Revista OH!, el Mundial no tiene ganadores aún. No se han jugado ni siquiera las semifinales y sin embargo nada de eso importa ni afecta a la crónica, pues el Mundial no son sólo resultados, ni una mera competencia, ni un evento importante solamente. El Mundial es el éxtasis de las pasiones. De todas las pasiones humanas que convergen en cada grito, en cada abrazo, en cada celebración de la victoria y en cada lágrima derramada en las derrotas. El Mundial es un hecho cósmico que altera los nervios y deviene en ataques de cólera que no del Cólera. El Mundial es la exaltación del miedo ¡Qué digo miedo! Del pánico absoluto que te paraliza, te enceguece y te vuelve cobarde. El Mundial es la quinta esencia de la felicidad plena, de la alegría absoluta, del goce superlativo. El Mundial es el baile de la venganza simbólica contra el poder y contra la desigualdad, es la inversión del tiempo y el regocijo de los triunfos pequeñitos y esporádicos, pero triunfos al fin que se conmemoran como fechas cívicas cada cuatro años, los cuatro años que se toma el universo para alinear a sus estrellas en una constelación hecha de soldados que corren, patean y se hacen goles entre sí para alegría de los profanos que celebran el descubrimiento de que el mundo, es redondo. Como un balón.

Corría el año de 1930, cuando la FIFA decidió organizar el primer Mundial de la historia. La sede recayó en Uruguay, pero ese accidentado Mundial estaba contaminado por la atmósfera de la Gran Depresión que había comenzado un año antes con el crack de La Bolsa de Nueva York. Muchos países europeos no quisieron (o no pudieron) hacer el viaje transatlántico que los llevara a ser parte de ese extraño evento que celebraba ese extraño juego que lo practicaban esos extraños deportistas. Uruguay fue el primer Campeón Mundial, pero lo que esos chicos no sabían y nadie pudo siquiera imaginar es que, 88 años después, ese evento no sólo es uno de los más esperados del planeta sino que constituye una de las formas más poéticas y sublimes de representar la condición humana. Con sus grandezas y sus miserias, con sus esperanzas y sus frustraciones, el Mundial lo juegan los equipos, los dirigentes, los hinchas y las naciones. El Mundial es un solo grito y en ese grito se pone de manifiesto nuestra verdadera esencia y nuestro grado de civilización.

Borrachos acosando mujeres en las calles de Nizhni Nóvgorod, jugadores expulsados de sus planteles por no querer jugar, comentaristas deportivos maldiciendo al equipo contrario, Maradona haciendo el bochornoso teatro de su vida en el palco oficial. Sí, eso es el Mundial. Pero también lo es Cristiano Ronaldo cargando el cuerpo malherido de su rival Cavani, el equipo japonés limpiando el camerino y diciendo adiós, los hinchas de equipos contrarios compartiendo una cerveza en las tribunas. Claro que sí, el Mundial es mucho más que los partidos, que los resultados, que las estadísticas. El Mundial es el escenario de nuestras inmensas contradicciones y nuestras complejas subjetividades.

 

Rusia 2018, empero, fue algo más. Fue la cúspide de las sorpresas. Primero las sorpresas de ver cómo –uno por uno– fueron cayendo los equipos favoritos, los de siempre, los que en más de ochenta años habían monopolizado las victorias y las alegrías. Luego las sorpresas de los inesperados, equipos que sin llegar a nada lo dejaron todo en la cancha y se fueron, pero su partida fue triunfal y exquisita como Perú, como Marruecos, como Arabia Saudita, como Japón. Finalmente, la deliciosa sorpresa de encontrar entre los cuatro mejores a Bélgica y Croacia, equipos que siempre fueron privados de los podios de la gloria y que ahora se han convertido en todo y son para todos. Este Mundial fue distinto, fue un giro inesperado en las fuerzas del fútbol y una visibilización de los eternos invisibles. Quizás por eso es que nos guste tanto el fútbol y los mundiales, porque es en ese tiempo y ese espacio y ese universo donde la lógica desaparece y los sueños se hacen posibles. Yo no sé ustedes, pero cuando juega Modric o juega De Bruyne, hay algo que me hace entrar en su pellejo, en su velocidad, en su gambeta. Quizás sea que me desdoblo y por una vez en mi vida, juego al fútbol y juego como esos dioses, aunque sea sólo cada cuatro años.

 

Xavier Jordán A.

Comunicador Social
xavier@gmail.com

Facebook:Xavier Jordán

 

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