Verónica Cereceda: “Si algo soy es gracias a las comunidades indígenas”

Economía creativa Evolución en Cochabamba
Publicado el 16/12/2019 a las 0h00
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Hace 53 años, una pareja de jóvenes idealistas chilenos llegaba a Bolivia con el sueño de desarrollar el teatro indígena. Los esposos Gabriel Martínez y Verónica Cereceda buscaban trascender los moldes habituales de aquel arte. Aquella aventura cambió sus vidas para siempre, pero, también, la vida de decenas de comunidades bolivianas y el conocimiento de la Bolivia profunda y marginada. OH! conversó con la antropóloga Verónica Cereceda sobre un trabajo que propios y extraños elogian siempre en términos superlativos.

 

—¿Qué los impulsó a venir a Bolivia en aquellos tiempos de condiciones tan adversas para esas travesías?

—Mi esposo, fallecido en 2000, y yo éramos gente de teatro. Él había dirigido el teatro de Concepción, un teatro Municipal que contaba con un equipo muy bueno. Pero en un momento decidió que él quería un teatro distinto. Y entre esas decisiones tuvimos la idea de venir a Bolivia y trabajar con teatro indígena. Fuimos contratados por la Universidad Técnica de Oruro (UTO).

Tras un año en Oruro, en 1967, la UTO nos permitió ir a Lunlaya, en Charazani (La Paz), para montar un teatro indígena. Y estuvimos tres años en Lunlaya. Salíamos hacia Oruro y otras ciudades de Bolivia con el teatro indígena que es algo muy emocionante. Aprendimos entonces a convivir con ellos. Fue una experiencia muy profunda en el sentido humano, en el sentido profesional. Nos llevó a que quisiésemos estudiar antropología.

 

—¿Cómo, siendo dos extranjeros, pudieron romper el proverbial hermetismo de los pobladores de esas regiones?

—Cuando llegamos a Lunlaya, por supuesto, no sabíamos quechua. Y la gente no hablaba ni una sola palabra en castellano. Después de tres años supimos que ese día sí había muchos que sabían hablar castellano, pero no querían hacerlo para obligarnos a aprender quechua. Pero logramos establecer una linda relación con ellos, el grupo de teatro se formó muy unido.

Teníamos buena relación con la comunidad, pero sí un problema muy fuerte con el pueblo de Charazani. Era un problema con aquella gente a la que las comunidades llamaban los “mistis” (cholos), las personas que tenían almacenes y la mayor parte de las tierras. Hicieron mucha lucha contra el teatro porque consideraban que tenían que ser ellos los actores.

 

—Y ahí empezaron a convertirse en políglotas. Habla cinco idiomas, ¿no?

—Sí, trabajamos con comunidades aimaras, en Ambaná, por ejemplo, y luego en Isluga (Chile). Y en quechuas como Charazani. Así que estuvimos obligados a hablar y, sobre todo, a aprender a escribir los dos idiomas. La experiencia en Lunlaya fue una experiencia de formación humana extraordinaria. Vivimos en lugares que no tenían luz eléctrica ni agua potable, nada de la modernidad. Esa experiencia se repitió en otras comunidades de Bolivia.

 

—Y, seguro, su carrera como antropólogos se inició ahí, ¿no?

—Regresamos a Chile a formarnos. Y luego queríamos trabajar en comunidades andinas. Entonces vivimos como seis años en Isluga, una comunidad aimara, muy cercana a Bolivia, porque la nostalgia era muy grande. Hicimos un trabajo antropológico. De ahí nos fuimos a estudiar una maestría a la universidad Católica del Perú, en Lima. Luego, marchamos a realizar nuestros doctorados a la Ecole des Hautes Etudes, en Francia.

Pero todo nuestro deseo era regresar a Bolivia. Regresamos, conseguimos algunos proyectos y nos fuimos a Sucre, era el año 1986. También habíamos organizado la Fundación Antropólogos del Surandino (ASUR), en La Paz, con un grupo de colegas, con historiadores y sociólogos.

En ese entonces se realizaban muchas investigaciones interesantes sobre los pueblos indígenas de Bolivia, pero no había un retorno de esos estudios hacia las propias comunidades. Ésa fue la intención primaria del ASUR de Sucre: investigar con ellos y devolver los resultados de esas investigaciones a las comunidades.

 

—¿Cómo surgió el fenómeno en que se convirtieron los trabajos con los tejidos Jalqa y Tarabuco?

—Cuando regresamos de Francia, salió un proyecto con la Interamerican Fundation. Era para trabajar en Sucre con los textiles regionales que habían sido tan preciosos, pero que ya estaban casi desaparecidos en su calidad. Hicimos un viaje largo por Chuquisaca y Potosí. Buscábamos con qué comunidades trabajar. Entonces una comunidad se eligió por sí sola. Era Irupampa.

Se eligieron no porque entendieran el programa ni los estudios que pretendíamos realizar con ellos, sino porque era una comunidad pequeña. Los grandes proyectos de desarrollo se iban a grandes comunidades y a ellos no les tocaba nada. Entonces nos vinieron a buscar. Pero debía ser solamente luego de una ceremonia tradicional. Los “aysiris” (brujos) hablaron con los cerros. Y, por suerte, los cerros dijeron que estaba todo muy bien. Y ahí comenzamos.

 

—¿Y cómo empezó a expandirse el proyecto?

—Empezamos con cinco comunidades de la región. Al principio se trataba solo de ver la posibilidad de ir entendiendo cómo habían sido los tejidos jalqa. La idea era recuperar pensamientos y visiones de mundo que estaban inscritas en los tejidos. No sabíamos si sería posible la comercialización.

Se nos sumó entonces la región de Tarabuco y empezamos a trabajar con dos regiones. Luego trabajamos también con Tinguipaya y Calsa, en Potosí. ASUR hizo muchas actividades, pero la principal fue el programa de renacimiento del arte indígena. Un trabajo con textiles, con cerámica, con platería.

 

—¿Cuál fue el momento más impactante de este proyecto en lo antropológico?

—Lo más extraordinario de esta experiencia fue que hubo una nueva creación étnica, lo que los antropólogos llamamos una etnogénesis. Es decir, los textiles fueron transformándose para tener más sentido, más belleza. Fue una creación, no fue una reproducción muerta de un pasado. Llevaron los tejidos jalqa a algo extraordinario hoy. Hace 30 años estaban muy decaídos después de haber tenido en los años 60 una época gloriosa luego de la Reforma Agraria.

Se crearon talleres físicos, hubo montones de cursos en los que las más viejitas o más sabias, las que llamaban “ajllas”, enseñaban a las jóvenes a recuperar el tejido. Luego empezamos la comercialización con mucho éxito. ASUR tuvo tres tiendas en Sucre, una en Potosí y otra en Uyuni. Ahora sólo queda la de Sucre.

Llegamos a tener 23 talleres en el campo. Hoy están todos en manos de las comunidades indígenas.

Junto a eso, otro elemento importante del programa fue la creación del Museo de Arte Indígena. Quisimos hacer una memoria de lo que estaba ocurriendo.

 

—Eso normalmente implica mucho dinero y recursos.

—No teníamos un centavo y un museo es carísimo. Pero fuimos consiguiendo una y otra cosa. Fuimos primero a la casa Capellánica y luego nos salimos de ahí. Ahora tenemos nuestro propio museo en un terreno propio. Lo interesante de ese museo es que se halla construido para que venga la gente del campo. O sea, no es un museo que asusta por sus vitrinas y luces, tiene un arte muy sencillo, está compuesto por muchas cañas huecas y vigas de madera.

Hay otros elementos que, sin tratar de representar al campo, dan una sensación de sencillez que le permite a la gente que viene de afuera estar ahí. Ha tenido una buena acogida del público, sobre todo del extranjero. Se mantiene solo, sin subvenciones de nadie, muy estrechamente. Hubiese sido bueno tener más condiciones económicas, pero es difícil porque ahora la situación de ASUR y de los proyectos populares cambiaron profundamente.

 

—¿Por qué cambiaron?

—Porque las financieras antes daban dinero para este tipo de proyectos. Pero con las crisis que hubo en Europa muchas financieras se retiraron de Bolivia. Estamos con una actividad mucho más disminuida, pero el museo sigue adelante. Tiene muchísimas publicaciones, publicaciones muy importantes porque fueron hechas para las comunidades. El museo ha hecho montones de exposiciones en el país y en el extranjero.

Uno de los proyectos más queridos fue la capacitación en el campo de niños y niñas en artesanías tradicionales. En eso trabajamos cuatro años, sobre todo, con el apoyo de Tierra de Hombres de Suiza y Alemania. En la currícula normal de secundaria ingresaban textiles y cerámica. Los recursos se retiraron luego, pero estamos escribiendo proyectos para volver a comenzar porque fue una experiencia preciosa.

 

—En ese marco, ¿cuál cree que fue el principal logro de ASUR?

—Ha sido demostrar que en comunidades que parece que están disminuidas, donde se están perdiendo costumbres y hay alta migración, subsiste, sin embargo, una espiritualidad cultural. Y es posible incentivarla con proyectos como los que hicimos. Hay todavía una respuesta espiritual y eso es algo que habría que conservar.

Nuestro Ministerio de Culturas se llama Ministerio de Culturas y Turismo, pero se hace mucho más turismo en torno a festivales y cosas así que realmente trabajar la cultura profunda. Y eso es un deber que todos deberíamos incentivar: la cultura y el pensamiento de cómo se vive en sociedad, la relación con la naturaleza, tantas cosas que podríamos aprender como bolivianos.

 

—¿Tuvo apoyo estatal en tiempos que se han considerado de reivindicaciones indígenas?

—No. Nunca trabajamos con el Estado boliviano. Hubo mucha relación con los ministerios para exposiciones, encuentros y cosas así, pero recursos no. Eso sí, el programa de ASUR, sus exposiciones y su museo ha sido muy utilizado por los municipios de Sucre. Uno de los principales motivos para atraer turismo es el museo.

Surgió una relación importante con la ciudad que antes casi no reconocía a sus comunidades indígenas. Pero ahora la ciudad entera acepta los diseños jalqa. Por ejemplo, están como símbolo de la identidad regional en el mismo aeropuerto. Eso ha sido muy fuerte.

 

—¿Qué valores le aportaron a su vida las comunidades andinas bolivianas?

—La primera enseñanza en Lunlaya: yo, como chilena, me creía poseedora de una buena educación, de un buen comportamiento. Pero en realidad era muy tosca frente a lo que es una relación en los pueblos indígenas. En ese tiempo, en Lunlaya, cuando todos estábamos en una pieza, si alguien salía a botar la coca o por cualquier otro motivo, cuando volvía todos lo saludaban. Era como si nunca lo hubieran visto. Me asombró.

La gente de Lunlaya me decía: “La pieza no es la misma sin él. Cuando él entra de nuevo la pieza cambia”. Pequeñas cosas, tan delicadas, fueron una escuela extraordinaria. Vivir en comunidad resulta tan difícil en otros contextos. En el campo las cosas eran distintas. Todo lo que me han enseñado las culturas tradicionales es extraordinario. Si yo soy algo, es por ellas.

 

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