Letras ilustres, tiempos y temas
Entre los mejores libros que salieron este año que se va, de lejos que uno es la Antología de la crítica y el ensayo literarios en Bolivia, realizada por Mauricio Souza. Biblioteca del Bicentenario, más de 700 páginas, más de 190 autores, más de 800 textos. Quien lo lea podrá sentir, con toda razón y entre otras cosas, que algo, y mucho, llegó a enterarse de la literatura boliviana.
El santo patrón bajo cuya égida se desenvuelve esta antología y tal como lo confiesa su propio responsable, autor, encargado, lector, es Gabriel René-Moreno (1836-1908), lo cual de entrada nos ubica ante un avezado conocedor de la literatura boliviana confesando sus deudas, dejando su homenaje.
La amplia y conocida solvencia de Mauricio Souza nos exime de alargarnos más en ella. Las seis partes en que está organizado el libro son explicitadas, junto con los demás criterios de antologación, en un Estudio introductorio: “Hacia una historia crítica de la crítica literaria en Bolivia”. Ése sólo estudio (que queda automática y justamente ya “antologado” entre las buenas piezas del volumen) da de entrada una cátedra suficiente, clara y fundamentada en torno a las principales líneas que se entrevén en el armado general de épocas y temas, historias en la Historia, dentro del mundo de las letras.
El libro obedece a un plan general y explícito, ya por sí mismo crítico, pautado por criterios clasificatorios especificados, órdenes temporales o temáticos, particiones generales, así como, por otra parte, todo el rigor con que se cumple lo ya anunciado en el clarificador estudio introductorio, es particularmente guiado, justamente por el gusto, el olfato y conocimiento personales del autor de la antología, o incluso: de su-antología —que a todas luces es una señora antología—. En ella el lector no sólo se informa y aprende, se entera e instruye, sino que además goza, y mucho.
La lectura del amplio material recogido se facilita gracias a las breves y finas entradas del propio antologador y que preceden, anuncian y avisan del texto que sigue, ubicándonos exactamente en dóndes, cuándos o porqués. De tal manera, ningún texto parece caído del cielo, sino que siempre queda acotado, justificado o resaltado.
En cuanto al aspecto histórico que esta antología cubre y sobre el que nos enseña, vale la pena preguntarse por la conciencia, o el grado de conciencia que se tiene hoy sobre el desarrollo de la historia letrada, el contexto de los libros, sus tiempos y sus suertes.
¿Cómo se dieron las cosas en los ámbitos concernientes al lenguaje, a la literatura, al ánimo de pensar y escribir, qué significaba hacerlo? Saberlo hoy puede avivar las interrogaciones y la forma de plantearlas, percibir mejor los cambios o reiteraciones.
Hacia el final de su introducción, Souza, otra vez junto a René Moreno, expresa cabalmente esta inquietud: “si no nos ocupamos de nuestros muertos ¿quién lo va a hacer?”.
Es notable, por contraste, el alto grado de olvido en que vivimos, con muchos (más aún los jóvenes) para quienes la propia historia dejó hace algún rato de ser un lastre sobrecargado de problemas identitarios y afines; la brutal entrada en la contemporaneidad que se ha ejercido los últimos años, sobre todo gracias a la rápida globalización tecnológica, que hasta cierto punto también contribuyó a barrer con el pasado, insertándonos de golpe, redes y celulares mediante, en una simultaneidad universal que empequeñece, o trasciende, el lugar de las viejas inquietudes. En ese sentido, o alrededor de esos sentidos, esta antología también es capaz de desempeñar un gran papel, en cuanto “nos hace recuerdo” de lo que no debiéramos olvidar.
¿Cómo se escribía, dónde se publicaba? ¿De qué forma, quiénes? ¿En qué pensaban? Todas estas, y muchas otras cuestiones, se responden o imaginan mejor teniendo este libro al lado.
Un paseo para recordar
Tenía leucemia. Lo sabía desde el verano. Cuando me lo dijo, me quedé blanco. Un puñado de imágenes atravesó mi mente a gran velocidad. Fue como si, en ese breve instante, el tiempo se hubiera detenido de repente, y comprendí todo lo que había pasado entre nosotros. Entendí por qué ella me había pedido que aceptara el papel de Thornton en la obra de teatro; comprendí por qué, después de que acabáramos la función, Hegbert le había susurrado al oído, con lágrimas en los ojos, que ella era su ángel; comprendí por qué Hegbert tenía un aspecto tan cansado últimamente, y por qué parecía incómodo con la idea de que yo pasara todos los días por su casa a ver a Jamie. De repente, todas las piezas encajaban en el rompecabezas
Por qué ella quería que aquella Navidad fuera especial en el orfanato…
Por qué me había regalado la Biblia…
Todo tenía sentido y, al mismo tiempo, nada parecía tener sentido.
Jamie Sullivan tenía leucemia…
Jamie, la dulce Jamie, se estaba muriendo…
Mi Jamie…”