<p class="rtejustify"> Aquella mañana de lluvias tardías, Rosalba Guamán acompañaba a su abuelo a las infinitas oficinas de la burocracia estatal.&nbsp;</p> <p class="rtejustify"> El precario sistema público subsistía chapaleando en un pantano de aguas muertas que únicamente parecía alterarse ante la caída de una inesperada lluvia que obligaba a buscar refugio.</p> <p class="rtejustify"> Joaquín Guamán y su joven nieta, siguiendo el barrido de la tempestad, se acogieron al abrazo protector de la cornisa de una puerta. Fue ahí que, codo a codo, ensombrecido por la sombra de unas nubes grises y consistentes, apareció la mirada fría de un hombre de saco y pantalón, que con cierta curiosidad pareció reconocer en Joaquín Guamán a un recuerdo muy antiguo.&nbsp;<br> —¿Joaquín? —le dijo al verle con más claridad.</p> <p class="rtejustify"> El abuelo de Rosalba Guamán dudó un instante, sus ojos parecieron agrandarse en una memoria de antaño y luego cayeron en un desencanto evidente: “Mario Méndez”, afirmó con un tono de voz entre seco y amargo.</p> <p class="rtejustify"> El desconocido le dio un abrazo, con aires de conocedor abrió una boca que parecía nunca cansarse y empezó a hablarle de un cúmulo de logros maquillados, de recuerdos de un tiempo pasado y de vivencias políticas de las que él se sentía orgulloso. Fue ahí que la nieta se enteró que aquel hombre de canas tempranas y arrugas en flor era aún un estudiante de la universidad, que como su abuelo cargaba 52 inviernos en sus espaldas y que recibía una serie de beneficios indebidos que manaban del abuso del poder y del juego de la corrupción.<br> —Dime una cosa, Mario —le cortó en algún momento Joaquín Guamán— ¿cuándo piensas salir de la universidad?</p> <p class="rtejustify"> —Nunca —respondió muy sonriente el hombre.</p> <p class="rtejustify"> Para entonces ya escampaba, y un aire de humedad calaba los huesos. Mario Méndez se despidió y se marchó a sus múltiples ocupaciones y a sus estudios de morondanga.</p> <p class="rtejustify"> —Tiene los ojos del diablo —le dijo su nieta a su abuelo tan pronto el hombre se alejó.&nbsp;</p> <p class="rtejustify"> —Los ojos son el espejo del alma —le respondió Joaquín Guamán.</p>

<p class="rtejustify"> Aquella mañana de lluvias tardías, Rosalba Guamán acompañaba a su abuelo a las infinitas oficinas de la burocracia estatal. </p> <p class="rtejustify"> El precario sistema público subsistía chapaleando en un pantano de aguas muertas que únicamente parecía alterarse ante la caída de una inesperada lluvia que obligaba a buscar refugio.</p> <p class="rtejustify"> Joaquín Guamán y su joven nieta, siguiendo el barrido de la tempestad, se acogieron al abrazo protector de la cornisa de una puerta. Fue ahí que, codo a codo, ensombrecido por la sombra de unas nubes grises y consistentes, apareció la mirada fría de un hombre de saco y pantalón, que con cierta curiosidad pareció reconocer en Joaquín Guamán a un recuerdo muy antiguo. <br /><br /> —¿Joaquín? —le dijo al verle con más claridad.</p> <p class="rtejustify"> El abuelo de Rosalba Guamán dudó un instante, sus ojos parecieron agrandarse en una memoria de antaño y luego cayeron en un desencanto evidente: “Mario Méndez”, afirmó con un tono de voz entre seco y amargo.</p> <p class="rtejustify"> El desconocido le dio un abrazo, con aires de conocedor abrió una boca que parecía nunca cansarse y empezó a hablarle de un cúmulo de logros maquillados, de recuerdos de un tiempo pasado y de vivencias políticas de las que él se sentía orgulloso. Fue ahí que la nieta se enteró que aquel hombre de canas tempranas y arrugas en flor era aún un estudiante de la universidad, que como su abuelo cargaba 52 inviernos en sus espaldas y que recibía una serie de beneficios indebidos que manaban del abuso del poder y del juego de la corrupción.<br /><br /> —Dime una cosa, Mario —le cortó en algún momento Joaquín Guamán— ¿cuándo piensas salir de la universidad?</p> <p class="rtejustify"> —Nunca —respondió muy sonriente el hombre.</p> <p class="rtejustify"> Para entonces ya escampaba, y un aire de humedad calaba los huesos. Mario Méndez se despidió y se marchó a sus múltiples ocupaciones y a sus estudios de morondanga.</p> <p class="rtejustify"> —Tiene los ojos del diablo —le dijo su nieta a su abuelo tan pronto el hombre se alejó. </p> <p class="rtejustify"> —Los ojos son el espejo del alma —le respondió Joaquín Guamán.</p>